La película está genial.
Un grupo de amigos se reúne para cenar. Tres parejas con sus típicas desavenencias y un amigo soltero. Entre bromas y veras, surge el reto de la franqueza y la fidelidad: No tengo nada que esconder. ¿No? ¿Dejarías que tu pareja bicheara tu móvil? ¿Ah, no? Pues algo esconderás. Uy, uy, uy. Todos se enredan en dejar los teléfonos encima de la mesa. Cualquier llamada o notificación de redes sociales será compartida con todos los presentes. La ruleta rusa se ha puesto a rodar.
Las situaciones son actuales, muy reconocibles y vívidas. El ritmo no ofrece ningún punto muerto. No sobra ni falta nada. Las interpretaciones destilan naturalidad y picardía. Lo que ocurre en pantalla todos lo hemos vivido o comentado, pero verlo desarrollarse en unos diálogos divertidos y punzantes nos permite reírnos ante la pantalla, casi como si no supiéramos que se trata de un travieso espejo.
Los smartphones son una trampa y los carga el diablo. Pero no nos equivoquemos, éste no es el tema. No se trata de si hay que tener cuidado con los móviles o si nos tienen abducidos. El asunto es la disección del comportamiento humano y la carga de electricidad la ponen esas relaciones de pareja preñadas de secretos y mentiras.
Todo es un juego y la película una comedia, pero poco a poco todo va cobrando tintes dramáticos. Prácticamente la película entera transcurre en un sólo set, el comedor. Allí están encerrados los personajes jugando una partida infernal con una novedosa baraja del tarot en la que abundan arcanos como El Amante, El Mentiroso, Los Prejuicios o El Engaño. Los tonos de mensajes y llamadas marcan un ritmo inmisericorde. Son como alfileres que se van clavando en estos lepidópteros nada inocentes hasta dejarlos totalmente expuestos. El juego es el asalto a la intimidad, la caída de todos los velos... y el retrato que surge no es muy edificante.
Con sólo siete personajes y una cena se desarrollan muchos temas; pero dos quedan en la retina: la conversación que el anfitrión (Eduard Fernández) tiene con su hija y la defensa que tiene que hacer de la homosexualidad, el personaje más sátiro y rijoso (Ernesto Alterio). Y llegamos al punto de las actuaciones, que son memorables por lo que tienen de naturales y cómplices. No se trata de soltar frases, sino de dar la réplica: con palabras, gestos o emociones. Ahí está el talento de un intérprete y todos ellos lo bordan. Un Eduard Fernández derrochando bonhomía mientras su mujer (Belén Rueda) le lanza las típicas puyas del hastío (esperemos que esta noche pase algo. Cualquier cosa, aunque sea mala, es mejor que el aburrimiento, créeme). Un Ernesto Alterio avieso y socarrón mientras se traga el sapo. Un Eduardo Noriega jovial y mujeriego o una Dafne Fernández tan pava como parece. Y mi amigo Pepón Nieto. Aunque sin duda, Alterio, Eduard y Belén se llevan el gato al agua.
El mismo director reconocía que en su película es tan importante lo que se dice como lo que se calla y sobretodo, lo que están pensando los demás testigos. El juego de reacciones y gestos proporcionan toda una gama de información soterrada que igual provoca la carcajada que una mueca ante la acidez del humor negro.
El mismo director reconocía que en su película es tan importante lo que se dice como lo que se calla y sobretodo, lo que están pensando los demás testigos. El juego de reacciones y gestos proporcionan toda una gama de información soterrada que igual provoca la carcajada que una mueca ante la acidez del humor negro.
Los diálogos están muy bien medidos. Todos los prejuicios sociales sobre la homosexualidad quedan fotografiados en un intercambio que no llega a una docena de frases. Todo el valor que tiene que echar un padre ante el despertar sexual de su hija, apenas dura dos minutos. Todo el veneno que una mujer aburrida de su matrimonio puede destilar, lo hace Belén Rueda con sólo un par de invectivas. Sin profundizar mucho, es verdad; ni hurgar demasiado en la herida; pero siempre con intención vuelan las frases en este juego tan morboso como perverso.
Perfectos desconocidos es el remake de la exitosa comedia italiana Perfetti sconosciuti. En España no se estrenó y el jefazo de Telecinco le encargó a Alex de la Iglesia una adaptación de la que sale airoso. Como en ninguna otra película la labor de Alex de Laiglesia está al servicio de un guión modélico, por lo efectivo. Y ello a pesar de encontrarse muy lejos de su territorio más personal. Pero en su haber hemos de anotar la pulcritud narrativa con que se desarrolla la película y el dinamismo que imprime a la cámara para hacernos olvidar que estamos en un único escenario.
El propio Alex de la Iglesia ha comentado las influencias de Roman Polanski con su "Un dios salvaje" y de la serie británica "Black Mirror". No llega tan lejos como sus referencias; pero sí compone una película notable, divertida, de ritmo trepidante, que a golpe de politono y bajo los auspicios de una "luna de sangre", nos invita a desvelar los secretos y mentiras de unos personajes bien familiares.
El propio Alex de la Iglesia ha comentado las influencias de Roman Polanski con su "Un dios salvaje" y de la serie británica "Black Mirror". No llega tan lejos como sus referencias; pero sí compone una película notable, divertida, de ritmo trepidante, que a golpe de politono y bajo los auspicios de una "luna de sangre", nos invita a desvelar los secretos y mentiras de unos personajes bien familiares.
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