Paul Auster recogió en El cuaderno rojo, una serie de historias verdaderas atravesadas por el azar. El escritor Justo Navarro tradujo el libro y redactó un prólogo de lo más llamativo, donde "a la manera" de Paul Auster traza el hilo de una reflexión sobre el acto de escribir y sus efectos secundarios. He aquí un extracto.
IV
En 1978 Paul Auster no era todavía el novelista Paul Auster. En 1978 Paul Auster era poeta y traductor: era pobre, pero quería ser rico. Así que inventó un juego de béisbol con barajas de naipes y durante seis meses fue de oficina en oficina intentando venderlo: nadie compró el misterio de meter en una mesa un estadio, dos equipos, árbitros, una multitud. Escribió una novela de misterio en tres meses: ganó dos mil dólares (ya había escrito con tinta verde un relato de misterio cuando tenía once años). Quiso ser, sin éxito, periodista deportivo. No se despedía nunca de los misterios de una infancia de niño enfermizo que juega bien al béisbol y conoce mejor las consultas de los pediatras: los juegos de mesa, los cuentos de misterio, los cuadernos garabateados, la vida de las estrellas del deporte. Era pobre. Sonó el teléfono porque su padre había muerto.
Una herencia cambió la vida de Paul Auster. Paul Auster ha contado que el dinero le ofreció tiempo, protección: el dinero que le dejó su padre le permitió vivir dos o tres años sin preocupaciones. Le permitió escribir. La muerte de mi padre me salvó la vida, no puedo escribir sin pensarlo, ha dicho Paul Auster.
V
En 1966 Paul Auster estudiaba en la Universidad de Columbia. En un aula de la Universidad de Columbia leyó los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. Aunque no los entendía demasiado bien, sabía que eran apasionantes: ruidos que llegan desde otra habitación, desde una habitación secreta, impenetrable. Eran poemas extranjeros, irreales como un lugar extranjero. Paul Auster quería volverlos reales, reales como su propia lengua, y los traducía al inglés. Así quería volverlos comprensibles, familiares, parte de su propio mundo: palabras en el interior de su cabeza, palabras suyas. Así Paul Auster empezó a convertirse en el traductor Paul Auster.
VI
Cuando Paul Auster acabó la carrera, se fue a París; quería estar en el extranjero para notar menos que, estés donde estés, todo el mundo es el extranjero: el mundo es incomprensible, escurridizo. El mundo es un lugar extranjero. El mundo era como los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine: incomprensible y apasionante.
El mundo era una lengua extraña que había que traducir. ¿Cómo se puede traducir el mundo? Paul Auster empezó a transformar el mundo en palabras, palabras suyas: así Paul Auster empezó a convertirse en el novelista Paul Auster.
VIII
Un hombre llamado Paul Auster vive en un mundo misterioso, un mundo cuyas conexiones no entiende demasiado bien, un mundo aterrador y cómico a la vez, un mundo que es una lengua misteriosa, una lengua dolorosa. Paul Auster quisiera traducir la lengua misteriosa y dolorosa del mundo, como en 1967 traducía los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine.
Así empieza a transformar la lengua misteriosa y dolorosa del mundo en palabras suyas. Llena cuadernos y cuadernos, una palabra detrás de otra, porque está rodeado de cosas que no entiende. Está confundido: las cosas que lo rodean no son puntos de referencia para no perderse, sino recovecos, paredes de laberinto. Ha llegado un día de 1979 a un apartamento de la calle Varick, en Nueva York, a una habitación en el décimo piso del número 6 de la calle Varick. Duerme vestido, dentro de un saco de dormir, sobre un colchón en el suelo. Vive con unos cuantos libros, tres sillas (los días se distinguen por la silla donde te sientas cada día), una mesa, un lavabo. Como el ascensor está roto, no sale a la calle: no porque la calle no merezca el viaje por las escaleras inacabables, sino porque volver a la ruindad de la habitación no merecería el viaje por las escaleras inacabables. El mundo es un saco de dormir, un colchón, tres sillas, una mesa, unos libros, un lavabo, una habitación en un décimo piso: el mundo es incomprensible. Entonces Paul Auster abre un cuaderno, empieza a escribir, trata de traducir el mundo a palabras comprensibles.
Página corregida de Las Flores del Mal - The European Library |
IX
Así Paul Auster empieza a sufrir la maldición del escritor. Suponte que escribes en una hoja de papel cuanto ves y piensas.
Si escribes en una hoja de papel cuanto ves y piensas, poco a poco la vida parece no transcurrir en el presente: la vas escribiendo, y es como si la vieras ya pasada, muerta, como si vieras en la cara de un niño la cara que tendrá cuando viejo. Escribes la vida, y la vida parece una vida ya vivida. Y, cuanto más te acercas a las cosas para escribirlas mejor, para traducirlas mejor a tu propia lengua, para entenderlas mejor, cuanto más te acercas a las cosas, parece que te alejas más de las cosas, más se te escapan las cosas. Entonces te agarras a lo que tienes más cerca: hablas de ti mismo. Y, al escribir de ti mismo, empiezas a verte como si fueras otro, te tratas como si fueras otro: te alejas de ti mismo conforme te acercas a ti mismo. Ser escritor es convertirse en otro. Ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro.
X
Cuando Paul Auster volvió de Francia en 1974 se dedicó a venderles artículos a los periódicos. Escribía sobre escritores: dice que así ordenaba sus ideas sobre la literatura. El primer artículo se lo vendió a The New York Review of Books .
El primer artículo que Paul Auster vendió después de volver de Francia se llamaba Babel en Nueva York y hablaba de un libro de un esquizofrénico llamado Louis Wolfson: Babel, el lugar de la confusión de las lenguas, era un solo hombre, el esquizofrénico Louis Wolfson. Louis Wolfson no podía soportar a su madre, no podía soportar el inglés, su lengua materna: le dolía hablarlo, le dolía oírlo. Se tapaba los oídos con las manos, se refugiaba bajo los auriculares de una radio. Huía a otras lenguas: estudiaba francés, alemán, ruso y hebreo. Pero no bastaba con traducir las palabras inglesas al francés, al alemán, al ruso, al hebreo: las palabras inglesas seguían latiendo bajo las palabras que las traducían, seguían existiendo amenazadoras bajo el disfraz francés, alemán, ruso o hebreo. Entonces Louis Wolfson inventó un idioma propio: inventó sus propias palabras para aniquilar la confusión de las palabras inglesas.
Inventando sus propias palabras se sentía un poco menos desdichado.
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