Cine negro de estilo clásico aunque con falta de ritmo, amargura y acción. Es una adaptación respetable del libro homónimo —cuya acción traslada a los años 50— que contiene además una magnífica interpretación del protagonista y director; pero el resultado es un tanto plano, con multitud de diálogos y subtramas que hacen caer la tensión.
Desde que leyó el libro de Jonathan Lethem, Norton quedó prendado. Se hizo con los derechos de adaptación y empezó a levantar lo que prometía ser una obra grandiosa que aunaba una trama de corrupción institucional y un protagonista muy singular con los radicales cambios que dieron forma a la ciudad de Nueva York a mediados del siglo XX. Pero se ha quedado a mitad de camino, lo cual no la descalifica. Sin ser magistral he disfrutado mucho viéndola. Tiene una trama atractiva y consistente, una soberbia ambientación que recrea la Nueva York de los años 50 y una banda sonora envidiable ya que fue una de las obsesiones de Norton. Se la debemos al músico Daniel Pemberton, recompensado con una nominación a los Globos de Oro, y cuenta con el tema "Daily Battles", compuesto por el músico y amigo de Norton, Thom Yorke.
Y no es lo único. La voz en off del detective guiándonos por los vericuetos de la investigación subraya la textura clásica de la cinta que, sin abandonar el esquema del cine negro nos acaba hablando de algo tan actual como el racismo, la discriminación y la gentrificación de nuestras ciudades.
Lionel Essrog es un detective privado que padece el síndrome de Tourette. Trabaja en la agencia que dirige su amigo y mentor Frank Minna (Bruce Willis) el cual, inesperadamente, es asesinado durante un trabajo. Lionel y los otros tres compañeros de la agencia fueron rescatados por Minna de un orfanato católico de Brooklyn, de modo que se siente obligado a investigar su asesinato. Los indicios le llevan hasta una abogada activista, Laura Rose (Gugu Mbatha-Raw) y su padre, dueño de un club de jazz en Harlem. Ellos encabezan la resistencia ciudadana a un proyecto municipal que empuja a los pobres (preferiblemente negros y judíos) fuera de sus barrios para favorecer ambiciosas operaciones urbanísticas. Detrás de todo ello está el poderoso funcionario público Moses Randolph (Alec Baldwin) —basado en el controvertido constructor Robert Moses, promotor histórico de muchos de los puentes y parques de Nueva York—.
Aunque sí hay que agradecerle que no haya aprovechado los tics y la explosividad verbal del personaje para convertirlo en una caricatura. Su interpretación está muy medida y resulta de lo más brillante. Al fin y al cabo acompañamos a Lionel en todas sus pesquisas y lo vemos crecer como detective. Al principio sus ocurrencias nos provocan la risa, pero poco a poco llegaremos a apreciar su destreza para gestionar situaciones comprometidas a pesar de las cargas que impone su condición.
El asesinato de Frank obligará a Lionel a sumergirse en una compleja trama, sembrada de trampas, amenazas y favores. Los despachos y antros que tendrá que visitar le brindarán una idea de Brooklyn muy distinta de la que él creía conocer. El guión del propio Norton nos marea un poco con un desfile interminable de personajes, pero logra arribar a puerto para presentarnos en todo su esplendor al gran Moses Randolph. Él será el encargado de soltarnos un discurso de lo más descarnado sobre cómo los poderosos y visionarios deben ejercer el auténtico poder.
Alec Baldwin interpreta al constructor Moses Randolph, muy evidentemente inspirado en Robert Moses (1888-1981), un funcionario federal no electo que derribó barrios enteros de Nueva York para favorecer las vías automovilísticas construyendo autopistas y puentes. Es verdad que también construyó docenas de parques, centros cívicos y salas de exposiciones; pero "casualmente" los barrios que arrasaba estaban habitados por gente trabajadora y pobre, mayoritariamente no blanca. Después de desplazar a cientos de miles de ellos encontró su waterloo en la cancelación de la autopista Lower Manhattan, que habría atravesado Greenwich Village y el SoHo, expulsando a 2.000 familias de sus hogares, obligando a cerrar más de 800 negocios y a dividir el querido Washington Square Park.
En ese discurso ante Essrog y en la reunión previa de afectados por la planificación urbanística, donde varios ciudadanos confrontan con los funcionarios por representar más al dinero que a la democracia, está el corazón palpitante de esta película.
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