Hace muchos años que leí este libro y guardaba de él una sensación de excesiva ligereza. Me parecía que tratándose de un erudito tan contrastado como Garnett y manejando materiales narrativos tan legendarios como el imperio de Constantinopla, el mito de Prometeo o la presencia de Buda y el Lao-Tsé de la dinastía Tang, los asuntos y personajes pecaban de pedestres y los remates carecían de sorpresa alguna. Aquellas historias que expurgaban los más profundos anaqueles de la famosa Sala de Lectura del Museo Británico (de la que Garnett fue encargado toda su vida) no me provocaron ninguna fascinación.
Ah. Sin duda lo leí demasiado joven, buscando una expedita fantasía.
Por lo que sea fui ajeno a la insuperable ironía y mordacidad que destilan sus páginas.
Vuelvo a su lectura lustros después y vuelvo a encontrar una erudición sin límites que me lleva a recorrer épocas remotas de la Historia, pero con el punzante añadido de una sátira tan contemporánea y escéptica que no cabe más que tildar la lectura como "amena y deliciosa". Ya sabéis lo que esto significa, cuando el autor denota una gran imaginación y profundidad de conocimientos pero no deja que estorben al texto, pues sazona sus narraciones con el sano escepticismo de quien conoce las constantes derrotas que sufrimos los mortales.
Encuentro dos líneas de fuerza que animan estos relatos. La caída de los dioses y burla de toda religión organizada por un lado y las inquinas en torno al poder y la política por otro. Aunque todos ellos comparten el fuego del escarnio hacia la estupidez humana.
La primera línea la comparten relatos como El crepúsculo de los dioses, Abadalá el Adista, Ananda, hacedor de milagros, El oráculo mudo, La campana de San Eusquemón, El Demonio Papa y El Obispo Addo y el Obispo Gaddo. El eremita Paquimio, en El poeta de Pannópolis, perdió la oportunidad de ser obispo por soberbia, rematando el autor su historia del siguiente modo: "la mayor parte de la vida que le restaba la pasó en tratos con el diablo, por cuyo motivo fue canonizado a su muerte".
La segunda línea es más variada y feliz porque zahiere males como la avaricia, la traición, la hipocresía y el deseo enfermizo de poder. La comparten relatos tan satíricos como El escanciador, La Poción de Lao-Tsé, La cabeza purpúrea, El duque Virgilio o La ciudad de los Filósofos; junto a relatos tan clásicos como La Doncella ponzoñosa o El elixir de la vida, sin olvidar el vodevil en que se ve mezclado el mismísimo diablo en Madame Lucifer. No cabe duda de que este párrafo de El Escanciador, que relata los tejemanejes del ministro de Constantinopla caído en desgracia y retirado en un monasterio, parece escrito para cualquier época incluida la nuestra:
"Allí el palaciego expulsado se entretenía en la preparación de venenos, recurso que suelen apelar los estadistas depuestos. Cuando un ministro cae en desgracia en nuestros días, se dedica a envenenar la opinión pública, para lo cual incita a los sectores populares contra las clases privilegiadas y alienta cada rescoldo latente de sedición que pueda hallar, en la certeza de que la conflagración así estimulada no dejará de freír sus vituallas, aunque consuma el edificio íntegro del estado". pág.127
La acrimonia del autor lanza sus puyas contra todo tipo de religiones por lo que es habitual en estos cuentos ver a obispos, oráculos y todo tipo de eremitas y apóstoles salir escaldados. Así ocurre en La campana de San Eusquemón cuando los tres santos a los que están dedicadas tres campanas milagrosas entablan una agria disputa por saber cual es la única y verdadera campana causante del milagro. O en la historia del obispo Gaddo que es defenestrado por el obispo Addo y tiene que huir a tierras moriscas. Allí se convierte al islam por amor a una mujer, a la sabiduría y la belleza, en oposición a la hipócrita ortodoxia romana. E incluso el desenlace pondrá en sus manos el destino del avaricioso Addo.
También los discípulos de Buda, Lao-Tsé y algún santo ermitaño son absorbidos por los mundanales torbellinos que los llevan a traicionar sus sagradas enseñanzas. De ahí que el anciano ermitaño Sergio, morador del desierto de Arabia en Abdalá el Adista, le advierta a su discípulo antes de partir a predicar.
—¡Ve, entonces —respondió Sergio—, y que las bendiciones del cielo te acompañen! Retorna al cabo de diez años, si acaso todavía estoy vivo por entonces; y si puedes declarar que no has fraguado escrituras sagradas, y no has obrado milagros, y no has perseguido infieles, y no has adulado a potentados y no has sobornado a nadie con promesas de este mundo o del otro, en tal caso prometo que te daré en recompensa la piedra filosofal.
Por su parte cuando Prometeo ha vencido por fin a los dioses (en El Crepúsculo de los Dioses) y baja de la montaña liberado, lo que se encuentra es una feroz caterva de cristianos, con su obispo a la cabeza, instaurando ferozmente sus novedosos dogmas, herejías y torturas. El cristianismo se convirtió en la religión hegemónica durante el siglo IV y el infeliz Prometeo, tras vencer a los dioses paganos, tiene que huir de estos nuevos profetas del deseo y la avaricia.
"Prometeo entregando el fuego a los hombres" - H. Fueger, 1817 |
Personajes como Prometeo, Eubúlides —en El Oráculo mudo— o Ananda, discípulo de un Buda que le exige que predique sin hacer milagros; nos orientan sobre la inclinación preferida por Richard Garnett: Centrarse en "servir a la humanidad" más que a una curia o doctrina cualquiera. El cándido Eubúlides es nombrado hierofante del oráculo de Dorileo, pero no conoce su tramoya y por eso el oráculo permanece mudo hasta que una vieja bruja se presenta ante él para revelarle la ignominiosa verdad:
—¿Puede existir algo más vergonzoso en un dignatario religioso que su ignorancia acerca de la naturaleza misma de la religión? ¿No saber que el término, traducido al lenguaje de la verdad, significa el engaño que los pocos sabios ejercen sobre los muchos ignorantes, para beneficio de unos y otros pero más particularmente de los primeros?
El humilde y fervoroso Eubúlides abandona entonces Dorileo y se dedica a recorrer el mundo buscando purificación. Cuando tiempo después vuelve al monasterio es el propio Apolo quien lo recibe para premiar su integridad, pero no con la adjudicación del oráculo, sino con una misión más genuina:
—Tú, Eubúlides, consagra tu capacidad a realizar una tarea más importante que el servicio de Apolo, a emprender una labor que perdure cuando su culto ya no sea recordado ni en Delfos ni en Delos.
—¿En qué consiste esa labor, Febo? —preguntó Eubúlides.
—En servir a la humanidad, hijo mío —respondió Apolo.
También Prometeo, cuando desciende de la montaña, se encuentra con la pagana Elenko, de la que ha de aprender todo ahora que vuelve a ser mortal. Ocasión que aprovecha el autor para ensalzar a los hombres frente a los dioses.
"Elenko tenía mucho más para enseñar a Prometeo que lo que ella pudo aprender de éste. ¡Qué insustancial resultaba la historia de los dioses en comparación con lo que era posible referir acerca de la historia de los hombres! ¿Eran éstos acaso los seres que había conocido como «hormigas en los sombríos recintos de las cavernas, instalados en profundos orificios de la tierra, ignorantes de los signos propios de las estaciones», a los que había dado el fuego y a quienes había enseñado a perpetuar la palabra y a utilizar el número, en beneficio de los que «unció el caballo al carro e inventó el vehículo del navegante, batido por las olas e impulsado con alas de lino»?. Y ahora, ¡qué miserables resultaban los dioses en comparación con esa progenie que había sido tan indigente! ¿Qué deidad podía morir por el Olimpo, como Leónidas por Grecia? ¿Cuál de ellas, a semejanza de Ifigenia, podía permanecer durante años junto al melancólico mar, fiel en su corazón al hermano ausente? ¿Cuál de ellas podía elevar a sus congéneres tan cerca de la fuente de toda divinidad como Sócrates y Platón lo hicieron con los hombres? ¿Cuál de los dioses podía hacer un retrato de sí mismo comparable al que Fidias realizó de Atenea? ¿Hubieran podido las musas hablar por sí mismas el lenguaje que les confirió Safo? Prometeo se sentía muy complacido al observar su propia superioridad moral con respecto a Zeus, tan elocuentemente subrayada por Esquilo, y le encantaba criticar los sentimientos que los otros poetas habían puesto en boca de los dioses." pág. 42
De este modo, con un ingenio sarcástico y una crueldad deliciosamente implacable, el apacible erudito victoriano hace desfilar por sus páginas a dioses caídos y diablos engañados, obispos avariciosos y monarcas despóticos, filósofos engreídos y poetas vanidosos, así como herejes, conspiradores y pérfidos hechiceros tropezando en todo tipo de ultrajes y agravios a mayor gloria de su propio escarnio.
En La ciudad de los filósofos vemos cundir la charlatanería y el desprecio por la ciencia y la sabiduría. En El demonio papa el cabildeo del mundo cardenalicio llega a cotas pocas veces superadas, logrando enredar en sus intrigas al mismísimo Lucifer de tal modo que, cuando logra escapar, en vez de castigarlos dice: "Conviene más a mis intereses que permanezcan donde están". Hay una serie de relatos de corte clásico como La doncella ponzoñosa que revela una venganza postergada o El fruto de la laboriosidad, donde se narran los paradójicos destinos de tres hijos que con sus distintas destrezas se lanzan al mundo en busca de fortuna. También poseen un tono clásico El Escanciador, un delicioso complot en sede palaciega o La cabeza purpúrea, que recuerda un poco a Las mil y una noches con esos dos exploradores, uno de Oriente y otro de Occidente, perdidos en el tiempo y el espacio a la búsqueda del auténtico y maravilloso tinte.
Se puede decir que el objeto de estos relatos es revelar la avaricia y estupidez humana a través de historias donde la mentira, la traición, la venganza y la vileza campan a sus anchas; utilizando eso sí, una erudición profunda, discreta y fidedigna, tal y como anota T. E. Lawrence en el Prólogo.
Emparentados con las Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, y con Historia universal de la infamia, de J. L. Borges, estas historias recrean motivos y escenarios históricos provenientes del mundo antiguo (Constantinopla, China, Arabia o la Grecia clásica) al que el autor nos traslada evocadoramente desde la primera frase:
"En China, durante la dinastía Tang..."
"Un anciano ermitaño llamado Sergio vivía en el desierto de Arabia, consagrado por entero a la religión y a la alquimia..."
"En tiempos del rey Átalo, antes de que los oráculos hubieran perdido su autoridad, en la ciudad de Dorileo, en Frigia, existió uno que disfrutaba de peculiar reputación, inspirado por Apolo, según se creía..."
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Mi edición es la de Siruela de 2002. Posteriormente, en 2016, la editorial Valdemar publicó una edición más completa que incluye las 12 historias añadidas para la edición de 1888, El Crepúsculo de los dioses y otras fantasías históricas. Además incorpora las ilustraciones originales de Henry Keen, algunas de las cuales ilustran esta entrada.
Richard Garnett (1835-1906) sucedió a su padre como encargado de la biblioteca del Museo Británico, institución en la que prácticamente transcurrió el resto de su vida. Además de su ingente actividad erudita Garnett fue un infatigable escritor y un gran traductor del griego, alemán, italiano, español y portugués. Publicó varios volúmenes de poesía, redactó numerosos artículos para la Encyclopædia Britannica, prologó innumerables ediciones de clásicos ingleses y europeos, compuso una History of Italian Literature y escribió una serie de biografías de hombres de letras como Milton, Carlyle, William Blake. Pero su obra más perdurable es, sin duda, El crepúsculo de los dioses, publicada en 1880 y muy elogiada por gente tan dispar como Swinburne o H. G. Wells.
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