Según Gustav Büscher (El libro de los misterios,
Barcelona, 1961) el arqueólogo alemán Hilprecht descifró los caracteres
cuneiformes inscriptos en dos piedras que desenterró de las ruinas de Nippur,
Babilonia, gracias a un sueño revelador: en ese sueño, un sacerdote, luego de
aclararle que las piedras eran las dos mitades de una tabla votiva, le explicó
el contenido de la inscripción. Al día siguiente Hilprecht pudo descifrar la
escritura sin ninguna dificultad. Conozco un caso todavía más extraordinario de
sueño revelador. Ascanio Baielli leía todos los domingos de 1960, por el
servicio de la Radiodifusión Italiana (RAI), una serie de relatos ya
imaginarios, ya históricos, agrupados bajo el título de Storie per la sera
della domenica (Cuentos para le velada del domingo). "La anunciación del
traidor", incluido en la presente antología, es uno de esos relatos.
Pues bien: un sábado Baielli preparaba el
material para la audición del domingo siguiente. Ninguno de los dos o tres
textos que había escrito (más bien que había esbozado) lo satisfacía. A la
madrugada, vencido por la fatiga, se durmió. Soñó que él era un muchachito de
no más de doce años. Se veía a sí mismo vestido como un humilde mancebo del
Quinientos, flaco, débil y esmirriado. Otros pilluelos lo perseguían, le
arrojaban piedras, lo cubrían de burlas y de insultos. Y él corría, corría por
las callejuelas enredadas y sombrías de una ciudad de aspecto medieval, llegaba
a las afueras, se escondía entre unos matorrales, temblaba de miedo, lloraba de
rabia, jurando vengarse de sus perseguidores.
Desde su escondite veía pasar una columna de
soldados. Al frente iba un condottiero. Él admiraba los trajes, las armas, las
plumas, los estandartes, las gualdrapas, los arneses. Pero lo que más admiraba
era la larga cicatriz que el condottiero lucía en su rostro. Larga y temblona,
nacía en el párpado derecho para morir en el centro del mentón, después de
atravesar, como un río lento, la llanura de la mejilla. El condottiero
cabalgaba medio adormilado, la vista perdida en la torva cavilación y en el
ensueño. Pero la cicatriz miraba por él, hablaba por él, lo volvía despierto y
terrible. La cicatriz avanzaba por el camino como una bandera de guerra,
atronaba la tarde como la deflagración de la pólvora, como una fanfarria de
bronces marciales. La cicatriz pasaba y todos los demás rostros parecían
palidecer, como bajo la luz del sol en un eclipse. Hasta que el cortejo se
perdía entre la bruma y el polvo.
Entonces el muchachito se dirigía a una casa
solitaria, y en un cuarto atiborrado de retortas, probetas y manojos de
hierbas, un viejo con facha de brujo le tatuaba en la cara una cicatriz igual a
la del condottiero. Precedido y seguido por la cicatriz como por un aullido, él
caminaba otra vez por la ciudad de callejuelas siniestras, las gentes lo
miraban y se apartaban, los granujas que lo habían vejado se escondían en sus
casas, el muchachito ahora marchaba erguido y desafiante.
Paolo Uccello - La Batalla de San Romano |
De pronto se veía un hombre hecho y derecho, al
frente de una tropa de mercenarios. Atravesaba ciudades, campos, viñedos. Un
silencio de pasmo y de terror los flanqueaba. Oía a sus espaldas el temeroso
bisbiseo de la villanía: Ecco l'Impunito, ecco l'Impunito! Con secreto
regocijo, con secreta angustia, pensaba que todo se lo debía a su feroz
cicatriz, pero que si el engaño era descubierto lo aguardaba un destino
ominoso, las befas, el desprecio, sin duda la muerte. A ratos sentía la
tentación de espiar hacia uno y otro costado a ver si entre la turba de
campesinos o semioculto detrás de un árbol algún débil muchachito lo estaba
mirando. Entonces lo habría llamado, le habría revelado, a él solo, sin que
nadie lo oyese, la verdad de la mentira de su cicatriz, le habría dicho: Ve,
hazte tatuar una herida como la mía y estarás a salvo. Pero enseguida se
arrepentía y seguía adelante sin volver la cabeza, porque no podía defraudar a
ese muchachito, si en verdad existía y estaba allí, porque él debía ser, para
el muchachito, la misma figura implacable y abismal, que no condesciende
siquiera a una mirada de soslayo, que el condottiero había sido para él.
Después llegaba con sus mercenarios a un pequeño
valle surcado por un río. Y de golpe, entre los árboles, brotaban soldados como
hormigas, y él experimentaba una angustia tan intensa que Ascanio Baielli
despertó.
L'Impunito. ¿Dónde había oído antes, dónde había
leído ese nombre? Consultó diccionarios, enciclopedias, libros de historia. En
los Saggi sopra il secolo XVI, de César Cantú, halló este párrafo: "En
1587 el grueso de las tropas papistas fue diezmado por los imperiales en una
emboscada que le tendieron en los alrededores de Valderrosa. Pero más que la
sorpresa, lo que desconcertó a los soldados de Adriano VII fue la increíble
conducta de su jefe, Giambattista Crispi, llamado l'Impunito, que sin oponer la
menor resistencia se dejó matar por un oscuro condottiero enemigo, un viejo que
a la sazón contaba más de setenta años. El Papa, rabioso, atribuyó el
inexplicable hecho a una brujería, en tanto que los partidarios del Emperador
de Alemania escupieron sobre el nombre de un cobarde, lo que, frente a los
antecedentes de l'Impunito, pareció una fanfarronada injuriosa".
La noche del domingo, Ascanio Baielli terminó su
relato con estas palabras: "Tal vez nosotros podamos conjeturar la verdad.
El condottiero y Giambattista Crispi se encontraron, se miraron. Cicatrices
idénticas refulgían en sus rostros. Pero el condottiero debió comprender
enseguida que aquellas dos cicatrices no podían ser reales, que una tenía que
ser falsa, la copia de la verdadera. O habrá sido l'Impunito el que sintió la
vergüenza de esa confrontación, el que entendió que su valor, como su cicatriz,
podía engañar a los demás pero no podía engañar al condottiero. Y convertido
otra vez en un muchachito débil y pusilánime, se habrá dejado matar por el
único hombre que podía matarlo. Y quien sepa hacerlo, que extraiga de esta
historia la moraleja que yo no me atrevo a añadirle".
Marco Denevi nos es presentado por Fernando Sorrentino de este modo tan luminoso: "Marco Denevi, prodigioso inventor de mundos ficticios".
(...)
El perfecto mecanismo de relojería
Según se sabe, Rosaura a las diez es una novela estructurada en cinco partes. En cada una de ellas, distintos narradores aportan diversas informaciones sobre los extrañísimos sucesos que tienen como protagonista al inolvidable Camilo Canegato, uno de los personajes -creo yo- física y psicológicamente mejor logrados de la literatura mundial.
(...)
El lector, después de haber examinado los cinco “documentos” que el autor aportó absteniéndose del mínimo comentario, ahora y sólo ahora (en las últimas líneas), se halla en posesión de toda la información necesaria para saber qué había ocurrido realmente.
(...)
Es verdad que la estructura narrativa de Rosaura es ingeniosa y brillante. Pero, en realidad, este hecho -puramente técnico- reviste una importancia menor. Lo maravilloso de la novela estriba en que todo lo que se narra en ella resulta, todo el tiempo y a lo largo de todo el libro, sencillamente fascinante.
Como en la vida misma, se alternan los niveles de lengua y cada personaje habla exactamente como debe hablar; un rasgo patético nos angustia y los enigmas nos intrigan; de pronto el mejor humorismo nos hace reír de buena gana; las sorpresas y las continuas vueltas de tuerca nos recuerdan, una y otra vez, que la realidad puede tener (y, de hecho, tiene) infinitos rostros, y que ninguna cosa es, en rigor, siempre lo que parece ser.
Los hermanos de Rosaura
Pero la obra de Denevi no termina en Rosaura a las diez.
Vemos en sus narraciones predilección por los personajes anacrónicos, los ámbitos cerrados, los ambientes atemorizadores, el misterio que suele latir tras las apariencias cotidianas.
Y hay un tema que aparece con una forma y luego regresa, con otro aspecto algo distinto, una y otra vez. Y es el tema de la sustitución de la personalidad. El motivo es central en Rosaura a las diez.
Unos años más tarde, Denevi vuelve a ganar un concurso literario importantísimo: el de la revista Life, abierto a todos los escritores hispanoamericanos. Su novela -relativamente breve- se titula Ceremonia secreta y se publica en 1961. Es una narración con misterios, con alguna reminiscencia gótica de “The Fall of the House of Usher”, de Poe, y con derivaciones policiales; todo esto, en el habitual clima de verosimilitud psicológica y con el exacto final al modo de un teorema. Tampoco aquí las cosas son lo que parecen ser, y hasta se confunden los planos de la vida y de la muerte: una mujer, para todos fallecida, permanece, sin embargo, viva en la mente de su hija.
(...)
Denevi es también un maestro del cuento corto y de las recreaciones literarias. Su libro Falsificaciones (1966) constituye una fiesta de la imaginación, el ingenio y el buen gusto: en estos textos breves arroja una insospechada e insólita luz sobre hechos históricos o literarios que parecían definitivamente fijados.
Hace poco releí el volumen Hierba del cielo (1973). Desde luego, ya no soy la persona que fui durante la primera lectura, realizada hace tantos años. Todo el libro es excelente, pero hubo tres cuentos que me dejaron casi temblando de emoción estética, tres cuentos prácticamente perfectos: “Charlie”, “Michel” y “Hierba del cielo”. No pude no decir: “¡Ojalá los hubiera escrito yo…!”.
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