odo bien. En la comedia no había nada nuevo que pudiera irritar o trastornar a los espectadores. Y estaba montada con un espectacular atrezo. Un gran prelado entre los personajes: una eminencia vestida de rojo que hospeda en casa a una cuñada viuda y pobre, de quien, cuando era joven, antes de emprender la carrera eclesiástica, había estado enamorado. Una hija de la viuda, ya en edad de merecer, que Su Eminencia quisiera casar con un joven protegido suyo, que se ha criado en su casa desde niño, aparentemente hijo de un viejo secretario, pero en realidad… En fin, vamos, un antiguo error de juventud, que ahora no se podría reprochar a un gran prelado con la crudeza que necesariamente derivaría de la brevedad de un resumen. Sobre todo porque es, por decirlo así, el centro de todo el segundo acto, en una escena de grandísimo efecto: con la cuñada, en la oscuridad, o mejor, bajo el claro de luna que inunda la galería, porque Su Eminencia, antes de empezar la confesión, le ordena a su confiado sirviente Giuseppe: «Giuseppe, apague las luces». Todo bien, todo bien, en fin. Los actores: todos en orden y enamorados, uno por uno, de su papel. También la pequeña Gàstina, sí. Contentísima, contentísima en el papel de la sobrina huérfana y pobre, que por supuesto no quiere casarse con aquel protegido de Su Eminencia y protagoniza algunas escenas de violenta rebelión, tan del agrado de la pequeña Gàstina, porque prometían una lluvia de aplausos.
En resumen, el amigo Faustino Perres no podía estar más contento, en la espera ansiosa de un éxito rotundo para su nueva comedia, la víspera de su representación.
Pero había un murciélago.
Un maldito murciélago que cada noche, durante aquella temporada teatral de nuestra Arena Nacional, o entraba por las aberturas del techo del pabellón, o se despertaba a cierta hora en el nido que debía de haber hecho allí arriba, entre las estructuras de hierro, los tornillos y los bulones, y se ponía a revolotear como enloquecido, no por el enorme techo de la Arena sobre las cabezas de los espectadores, porque durante la representación las luces de la sala estaban apagadas, sino allí, donde lo atraían la luz del proscenio, de las balanzas y de los bastidores, las luces de la escena. Sobre el escenario, justo en la cara de los actores.
La pequeña Gàstina le tenía un miedo irracional. Durante las noches anteriores tres veces había estado a punto de desmayarse al verlo pasar, rasante, por su rostro, sobre el pelo, ante sus ojos, y la última vez, ¡Dios, qué repugnancia!, hasta casi rozarle la boca con aquella membrana viscosa. No había gritado de milagro. La exasperaba la tensión de los nervios para obligarse a permanecer inmóvil, representando su papel (mientras no podía evitar seguir con los ojos, asustada, el revoloteo de aquella bestia asquerosa, para defenderse de ella o, si no aguantaba, para huir del escenario y encerrarse en su camerino), hasta el punto de afirmar que ella, con aquel murciélago allí, si no se encontraba la manera de impedirle que viniera a revolotear por el escenario durante la representación, no se sentía segura de sí misma, de lo que haría una de aquellas noches.
Se obtuvo la prueba de que el murciélago no venía de fuera, sino que había establecido su domicilio en los envigados del techo de la Arena, porque, la noche anterior al estreno de la nueva comedia de Faustino Perres, todas las aberturas del techo se mantuvieron cerradas, y a la hora acostumbrada se vio al murciélago lanzarse, como todas las noches anteriores, al escenario, con su revoloteo desesperado. Entonces Faustino Perres, aterrado por el destino de su nueva comedia, rezó, imploró al empresario y al director para que hicieran subir al techo a dos, tres, cuatro obreros, incluso a cargo suyo, para encontrar el nido y dar caza a aquel animal tan insolente; pero fue tachado de loco. Especialmente el director se enfureció frente a la propuesta, porque estaba cansado, así era, cansado, muy cansado, realmente cansado de aquel miedo ridículo de la señorita Gàstina a echar a perder su magnífico pelo.
—¿El pelo?
—¡Seguro! ¡Seguro! ¿Aún no se ha enterado? Le han dado a entender que si por casualidad le cae en la cabeza, el murciélago tiene en sus alas no sé qué viscosidad, por lo cual sería imposible desenredarlo del pelo sin cortarlo. ¿Ha entendido? ¡Esa es la razón de su miedo! ¡Debería interesarse por su papel, identificarse con el personaje, al menos hasta el punto de no pensar en tales tonterías! ¿Tonterías, el pelo de una mujer? ¿El magnífico cabello de la pequeña Gàstina?

El terror de Faustino Perres, frente al arrebato del director, se centuplicó. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Si realmente la pequeña Gàstina temía por eso, su comedia estaba perdida! Para desairar al director, antes de que empezara el ensayo general, la pequeña Gàstina, con el codo apoyado en la rodilla de una pierna cruzada sobre la otra y el puño bajo la barbilla, le preguntó seriamente a Faustino Perres si la frase de Su Eminencia en el segundo acto: «Giuseppe, apague las luces», no podía ser repetida, de ser necesario, alguna vez más durante la representación, visto y considerado que no había otro medio para echar a un murciélago que entra de noche en una habitación que no fuera apagar las luces.
Faustino Perres sintió que se le helaba la sangre en las venas.
—¡No, no, lo digo en serio! Porque, perdone, Perres: ¿usted quiere dar, con su comedia, una perfecta ilusión de realidad?
—¿Ilusión? No. ¿Por qué dice ilusión, señorita? El arte crea verdaderamente una realidad.
—Ah, está bien. Pues yo le digo que el arte la crea y el murciélago la destroza.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque sí. Ponga por caso que, en la realidad de la vida, en una habitación donde se está desarrollando, de noche, un conflicto familiar, entre marido y mujer, entre una madre y una hija, ¡qué sé yo!, o un conflicto de intereses o de otro tipo, entra por casualidad un murciélago. Bien: ¿qué se hace? Le aseguro que, por un momento, el conflicto se interrumpe por culpa de aquel murciélago que ha entrado, o se apaga la luz, o se va a otra habitación, o alguien va a coger un bastón, se sube a una silla e intenta golpearlo para acabar con él en el suelo, y entonces todos los demás, créame, en aquel momento, se olvidan del conflicto y corren a mirar, sonrientes o con asco, de qué está hecha aquella bestia odiadísima.
—¡Ya! ¡Pero esto pasa en la vida ordinaria! —objetó Faustino Perres, con una sonrisa cadavérica en los labios—. En mi obra de arte, señorita, no he puesto a ningún murciélago.
—Usted no lo ha puesto, pero, ¿y si él se mete sólo en ella?
—¡No hay que hacerle caso!
—¿Y le parece natural? Le aseguro, yo que debo vivir en su comedia el papel de Livia, que eso no es natural, porque Livia, yo lo sé, lo sé mejor que usted, ¡le tiene miedo a los murciélagos! Su Livia, cuidado, no yo. Usted no lo ha pensado, porque no podía imaginar el caso en que un murciélago entrara por la puerta, mientras ella se rebelaba furiosamente a la imposición de su madre y de Su Eminencia. Pero esta noche, puede estar seguro de ello, el murciélago entrará en la habitación durante aquella escena. Y entonces yo le pregunto, por la realidad misma que usted quiere crear, si le parece natural que Livia, con el miedo que le tiene a los murciélagos, con la repugnancia que la hace retorcerse y gritar al imaginarse un posible contacto, se quede allí como si nada, impasible, con un murciélago que revolotea alrededor de su rostro. ¡Usted bromea! Livia se escapa, se lo digo yo; deja la escena y se escapa, se esconde bajo la mesa, gritando como una loca. Le aconsejo, por eso, que reflexione si no le conviene más que Su Eminencia llame a Giuseppe y repita la frase: «Giuseppe, apague las luces», o… espere, o… ¡Sí, sí, mejor! ¡Sería la solución! Si le ordenara que coja un bastón, que se suba a una silla y…
—¡Ya! ¡Sí! Interrumpiendo la escena a la mitad, ¿verdad?, en la hilaridad fragorosa de todo el público.
—¡Pero sería el colmo de la naturalidad, querido mío! Créame. También para su comedia, dado que aquel murciélago está ahí y que en aquella escena (es inútil, lo quiera usted o no) se mete: ¡un murciélago de verdad! Si no lo tiene en cuenta, parecerá falsa, por fuerza. Livia que no le hace caso, los otros dos que no le hacen caso y continúan recitando la comedia, como si no estuviera allí. ¿No lo entiende?
Faustino Perres dejó caer los brazos, desesperadamente.
—Oh, Dios mío, señorita —dijo—, que usted quiera bromear es una cosa…
—¡No, no! ¡Le repito que estoy hablando en serio, en serio, realmente en serio! —rebatió Gàstina.
—Y entonces yo le contesto que usted está loca —dijo Perres, levantándose—. Aquel murciélago tendría que ser parte de la realidad que yo he creado, para que pudiera tenerlo en cuenta y hacer que los personajes de mi comedia lo tuvieran en cuenta; ¡tendría que ser un murciélago de mentira y no real, en fin! Porque un elemento de la realidad casual no puede, así, incidentalmente, de un momento a otro, introducirse en la realidad creada, esencial, de la obra de arte.
—¿Y si se introduce en ella?
—¡Pero no es verdad! ¡No puede! Aquel murciélago no se introduce en mi comedia, sino en el escenario donde usted actúa.
—Muy bien. Donde yo represento su comedia. Por tanto estamos entre dos posibilidades: allí arriba, o está viva su comedia o está vivo el murciélago. El murciélago, se lo aseguro yo, está vivo, vivísimo, de todas formas. Le he demostrado que con él así de vivo allí arriba, Livia y los otros dos personajes no pueden parecer naturales, que tendrían que seguir interpretando la escena como si él no estuviera allí, mientras lo cierto es que está. Conclusión: o se va el murciélago, o se va su comedia. Si considera imposible eliminar al murciélago, póngase en las manos de Dios, querido Perres, con respecto al destino de su comedia. Ahora le voy a demostrar que conozco mi papel y que actúo con todo el empeño, porque me gusta. Pero esta noche no respondo de mis nervios.
Todo escritor, cuando es un verdadero escritor, aunque sea mediocre, para quien lo esté mirando en un momento como aquel en que se encontraba Faustino Perres la noche antes del estreno, tiene esto de conmovedor, o también, si se quiere, de ridículo: que se deja secuestrar —él mismo antes que nadie, él mismo a veces solo entre todos— por lo que ha escrito, y llora y ríe y pone caras, sin saberlo, con las diferentes emociones de los actores en escena, con la respiración acelerada y el alma en suspenso y tambaleante, que le hace levantar ora esta, ora aquella mano, en acto de parar algo o de sostenerlo.
Puedo asegurar, yo que lo vi y le hice compañía, que Faustino Perres, mientras estaba escondido detrás de los bastidores, entre los bomberos que estaban de guardia y los ayudantes de escena, durante todo el primer acto y durante parte del segundo, no pensó en absoluto en el murciélago, tan concentrado estaba en su trabajo e identificado con él. Y no quiero decir con esto que no pensaba en ello porque el murciélago no había hecho su habitual aparición en el escenario. No. No pensaba en ello porque no podía pensarlo. Es tan cierto que, cuando a la mitad del segundo acto, el murciélago al fin apareció, él ni se dio cuenta; ni tampoco entendió por qué yo lo tocaba con el codo y se giró a mirarme como un insensato:
—¿Qué ocurre?
Empezó a pensar en ello sólo cuando el destino de la comedia, no por culpa del murciélago, ni por la aprensión de los actores a causa de él, sino por defectos evidentes del texto, empezó a ir mal. Ya el primer acto, para ser sincero, no había despertado más que unos pocos y tibios aplausos.
—Oh, Dios mío, ahí está, mira… —empezó a decir el pobrecito, con sudores fríos; y se encogía de hombros, movía la cabeza hacia atrás o la inclinaba a un lado y al otro, como si el murciélago revoloteara alrededor suyo y quisiera evitarlo; se retorcía las manos, se cubría el rostro—. Dios, Dios, Dios, parece enloquecido… ¡Ah, mira, casi se tira a la cara de Rossi!… ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? ¡Piensa que justo ahora Gàstina entra en escena!
—¡Cállate, por caridad! —lo exhorté, aferrándolo por los brazos e intentando sacarlo de allí.
Pero no pude. Gàstina entraba por los bastidores de enfrente y Perres, mirándola, como fascinado, temblaba.
El murciélago giraba en lo alto, alrededor de los ocho globos de la lámpara que colgaba del techo y Gàstina no parecía darse cuenta, claramente halagada por el gran silencio con el cual el público había recibido su aparición en la escena. Y la escena seguía en aquel silencio, y evidentemente gustaba al público. ¡Ah, si aquel murciélago no estuviera ahí! ¡Pero ahí estaba! ¡Ahí estaba! El público no se daba cuenta de ello, concentrado en el espectáculo, pero ahí estaba, como si, a propósito, hubiera apuntado a Gàstina, precisamente a ella que, pobrecita, hacía todo lo que estaba en sus manos para salvar la comedia, conteniendo su creciente terror por aquella persecución obstinada y feroz de la bestia asquerosa y maldita.
De repente, Faustino Perres vio el abismo que se abría ante sus ojos, en la escena, y se llevó las manos al rostro, frente a un grito imprevisto, agudísimo, de Gàstina, que desfallecía en los brazos de Su Eminencia.
Fui muy rápido en arrastrarlo fuera, mientras por su parte en el escenario los actores arrastraban a Gàstina, desmayada.
Nadie, en la confusión del primer momento, en el desorden del escenario, pudo pensar en lo que, mientras tanto, procedía de la sala del teatro. Se oía como un gran estruendo lejano, al cual nadie hacía caso. ¿Estruendo? ¡No! ¿Qué estruendo? Eran aplausos. ¿Qué? ¡Sí! ¡Aplausos! ¡Aplausos! ¡Era un delirio de aplausos! Todo el público, de pie, aplaudía desde hacía cuatro minutos, frenéticamente, y quería al autor, a los actores en el proscenio, para decretar el triunfo de aquella escena del desmayo, que había tomado por real como si estuviera en la comedia y que había visto representar con un realismo absolutamente prodigioso.
¿Qué hacer? El director, enfurecido, corrió a coger por los hombros a Faustino Perres, que miraba a todos, temblando de perplejidad angustiosa, y lo echó de un empujón fuera de los bastidores, al escenario. Fue recibido por una ovación clamorosa, que duró más de dos minutos. Y tuvo que presentarse otras seis o siete veces a dar las gracias al público, que no se cansaba de aplaudir, porque quería a Gàstina.—¡Que salga Gàstina! ¡Que salga Gàstina!
¿Pero cómo conseguir que se presentara Gàstina, quien en su camerino aún se debatía en una violenta convulsión de nervios, entre la agitación de quienes la rodeaban para socorrerla?
El director tuvo que subir al proscenio para anunciar, con pesar, que la actriz aclamada no podía comparecer ahora para agradecer, porque aquella escena, vivida con tanta intensidad, le había provocado un síncope imprevisto, por lo cual la representación de la comedia, aquella noche, tenía que ser interrumpida.
Se pregunta en este punto si aquel réprobo murciélago podía rendirle a Faustino Perres un servicio peor que este.
Hubiera sido, en cierto sentido, confortante poderle atribuir el hundimiento de la comedia, ¡pero deberle ahora el triunfo, un triunfo que no tenía otra razón de ser que el vuelo loco de sus alas asquerosas!
Cuando se recuperó del trastorno inicial, aún más muerto que vivo, corrió hacia el director que lo había empujado con tan mala sombra sobre el escenario a agradecer al público y con las manos en el pelo, le gritó:
—¿Y mañana?
—¿Pero qué tenía que decir? ¿Qué tenía que hacer? —le gritó, furioso, el director—. ¿Tenía que decirle al público que aquellos aplausos los merecía el murciélago y no usted? Remédielo, por caridad, remédielo enseguida: ¡haga que mañana le aplaudan a usted!
—¡Ya! Pero, ¿cómo? —preguntó, con dolor, el pobre Faustino Perres, perdido.
—¡Cómo! ¡Cómo! ¿Me lo pregunta a mí, cómo?
—¡Pero si aquel desmayo no está en mi comedia y no tiene nada que ver con ella, caballero!
—¡Es necesario que usted lo introduzca, querido señor, a toda costa! ¿No ha visto qué gran éxito? Mañana todos los diarios hablarán de él. ¡Ya no se podrá evitar! No dude, no dude de que mis actores sabrán hacer con el mismo realismo lo que esta noche han hecho sin querer.
—Ya… Pero, entienda usted —intentó hacerle observar Perres—, ¡ha ido tan bien porque la representación, después de aquel desmayo, ha sido interrumpida! Si mañana, en cambio, tiene que seguir…
—¡Pero si es ese, en nombre de Dios, el remedio que usted tiene que encontrar!—el caballero volvió a gritarle a la cara.
Pero, en este punto:
—¿Cómo? ¿Cómo? —dijo la pequeña Gàstina, que ya se había recuperado, poniéndose el sombrero de piel con las dos manos resplandecientes de anillos—. ¿De verdad no entienden que eso debe decirlo el murciélago y no ustedes, señores míos?
—¡Pare ya con esa historia del murciélago! —dijo el director, acercándose a ella, amenazador.
—¿Que pare yo? ¡Pare usted, caballero! —contestó, plácida y sonriente Gàstina muy segura de hacerle así, ahora, el mayor desaire—. Porque, mire, caballero, razonemos: yo podría sufrir, si me lo ordenan, un desmayo fingido, durante el segundo acto, si el señor Perres, siguiendo su consejo, lo introdujera. ¡Pero usted también tendría que tener bajo sus órdenes al murciélago verdadero, para que no me provoque otro desmayo (no fingido sino real) en el primer acto, o en el tercero, o quizás en el segundo mismo, inmediatamente después del primero, fingido! ¡Porque yo les ruego que crean, señores míos, que yo me he desmayado de verdad, al sentirlo aquí, en mi rostro, aquí, aquí, en mi mejilla! ¡Y mañana no actúo, no, no, no actúo, caballero, porque ni usted ni nadie puede obligarme a actuar con un murciélago que se lanza contra mi cara!
—¡Ah, no, sabe! ¡Esto se verá! ¡Se verá! —le contestó el director, meneando la cabeza enérgicamente.
Pero Faustino Perres, plenamente convencido de que la única razón de los aplausos de aquella noche había sido la intrusión imprevista y violenta de un elemento extraño, casual, que en lugar de poner patas arriba (como hubiera tenido que hacer) la ficción del arte, se había milagrosamente insertado en ella, confiriéndole, en el momento, en la ilusión del público, la evidencia de una verdad prodigiosa, retiró su comedia y no se habló más de ella.
Luigi Pirandello