Lo que sigue es el capítulo 23 del libro Una mosca en la sopa [A fly in the soup] que recoge las memorias del poeta Charles Simic, editado por Vaso Roto Ediciones.
Un texto que comienza con una historia terrible y evocadora para ir acotando su idea de la poesía, sea norteamericana: "Whitman y Emerson lo convirtieron en la premisa fundamental de la poesía americana: Todo lo que hay en el mundo, sea profano o sagrado, debe ser examinado de nuevo a la luz de la experiencia personal"; o universal: "Quizá la tarea de la poesía sea rescatar los vestigios de autenticidad que todavía se pueden encontrar en las ruinas de los sistemas religiosos, filosóficos y políticos." Aunque sin olvidar la propia experiencia que el poeta de origen serbio ve ineludible: "Uno quiere decir algo sobre los tiempos en que vive".
"Hace treinta años, cuando vivía en Nueva York, me quedaba casi todas las noches despierto escuchando los farragosos soliloquios de Jean Shepherd en la radio. Era un programa en el que se decían muchas cosas interesantes y se podía escuchar un poco de música. Una noche contó una larga historia que todavía recuerdo sobre cierto ritual sagrado que practicaba una tribu amazónica. A grandes rasgos, era algo así.
Una vez cada siete años los miembros de esta remota tribu cavan un profundo agujero en la espesura de la selva y dejan allí a su mejor flautista. Después, los miembros de la tribu se despiden de él para no regresar jamás. A los siete días, el flautista, con las piernas cruzadas en lo hondo del agujero, empieza a tocar. Los miembros de su tribu no pueden escucharle, por supuesto, sólo los dioses pueden hacerlo, y de hecho esa es la finalidad del rito.
Según Shepherd, que no tenía ningún reparo en engañar a sus insomnes oyentes, un antropólogo había permanecido escondido durante el ritual y había conseguido grabar al flautista. Esa noche, Shepherd iba a emitir aquella grabación.
Me pareció espeluznante. Un hombre a punto de morir, aturdido por el hambre y la desesperación, reunía las pocas fuerzas y la fe en los dioses que le quedaban. Un Orfeo del Nuevo Mundo, pensé.
Shepherd siguió hablando y hablando hasta que por fin, en el silencio de la madrugada, en mi cuchitril de la calle Trece Este, se escuchó el sonido débil y sobrenatural de la flauta: un lamento solitario e infinitamente triste mezclado, de vez en cuando, con la respiración todavía audible de aquel ser vivo resignado a aceptar la terrible situación en la que se hallaba. En aquel entonces me dio igual que la historia fuera real o una invención de Shepherd, y sigo pensando lo mismo. En realidad, todos vivimos en el fondo de nuestro agujero particular, incluso aquí en Nueva York.
Todas las artes tienen que ver con el callejón sin salida en el que nos encontramos. Es su atracción fatal. «Las palabras me fallan», suelen decir los poetas. Todo poema es un acto de desesperación o, si lo prefieren, una tirada de dados. Dios es el público ideal, sobre todo si no puedes dormir o si te encuentras en un agujero en el Amazonas. Si falta, peor todavía.
El poeta se sienta ante el papel en blanco con la necesidad de decir muchas cosas en el espacio limitado del poema. El mundo es enorme, el poeta está solo y el poema no es más que un fragmento de lengua, una pluma que rasga el silencio de la noche.
Puede darse el caso de que el poeta quiera hablarte de su vida. Un puñado de imágenes resultantes de un fugaz momento de felicidad o lucidez extremas. El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo. El poeta desea rescatar un rostro, un estado de ánimo, una nube en el cielo, un árbol en el viento y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos.
Por otra parte, el poeta se ve empujado a decir la verdad. «¿Cómo debe expresarse la verdad?», se pregunta Gwendolyn Brooks. La verdad importa. Acertar importa. El consejo del realista es: abre los ojos y mira. Los defensores de la imaginación aconsejan: cierra los ojos para ver mejor. Hay una verdad que se percibe con los ojos abiertos y otra a la que se accede con los ojos cerrados, y a veces estas dos verdades no se reconocen cuando se cruzan por la calle.
Además, uno querría decir algo sobre los tiempos en los que vive. Toda época tiene sus injusticias y sus sufrimientos desmedidos, y la nuestra no es ni mucho menos una excepción. Hay que enfrentarse a la historia de la maldad humana, y todos los días encontramos nuevos ejemplos sobre los que reflexionar. Se puede pensar en ello todo lo que se quiera, pero comprenderlo ya es otra historia. Vivimos en una época en que hay cientos de formas de explicar el mundo. Se puede creer en cualquier cosa, en todas las religiones y en todas las variedades de cientificismo. Quizá la tarea de la poesía sea rescatar los vestigios de autenticidad que todavía se pueden encontrar en las ruinas de los sistemas religiosos, filosóficos y políticos.
Además, uno querría escribir un poema tan bien acabado que hiciera honor a la tradición representada por Emily Dickinson, Ezra Pound y Wallace Stevens, por nombrar tan sólo a algunos maestros.
Por otra parte, uno espera superar esa tradición, revolucionarla y ponerla del revés, y encontrar un espacio vital propio.
Por otra parte, uno querría entretener al lector con ayuda de deslumbrantes metáforas, arrebatos de imaginación y declaraciones desgarradoras.
Por otra parte, la mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor en la página como moscas en el calor del verano, y el poema le debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más.
Esto no es más que una pequeña comanda de un enorme menú que sólo podría servir una de esas divinidades hindúes con muchos brazos.
Un gran defecto de la poesía, o uno de sus mayores atractivos –depende de cómo se mire– es que pretende abarcarlo todo. A la fría luz de la razón, escribir poesía es imposible.
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Las predicciones que leemos tan a menudo que afirman que la poesía está a punto de desaparecer son completamente erróneas, tan equivocadas como la mayoría de las profecías intelectuales del siglo XX. La poesía demuestra una y otra vez que las teorías generales no funcionan por sí solas. La poesía es la serenata del gato bajo la ventana de la habitación donde se escribe la versión oficial de la realidad. Los críticos académicos escriben, por ejemplo, que la poesía es un instrumento de la ideología de las clases dominantes y que todo es política. Resulta que los que atormentaban a Anna Ajmátova eran en realidad sus ángeles de la guarda. Pero ¿y si los poetas no estuvieran locos? ¿Y si fueran capaces de transmitir el sentimiento de un periodo histórico mejor que nadie? Obviamente, la poesía capta algo esencial de los seres humanos, algo que suele pasar desapercibido, y es esta cualidad inefable la que ha garantizado su longevidad desde siempre. «Para vislumbrar lo esencial… quédate todo el día tumbado y quéjate», dice E. M. Cioran. La poesía es mucho más que eso, por supuesto, pero como comienzo no está mal.
Los poetas líricos perpetúan los valores más antiguos de la Tierra. Afirman la experiencia del individuo frente a la de la tribu. Emerson decía que ser un genio equivalía a «creer en lo que piensas, creer que lo que consideras bueno para ti en lo más profundo de tu corazón lo es para el resto de los hombres». Desde los griegos, la poesía lírica siempre se ha basado en ese presupuesto, pero Whitman y Emerson lo convirtieron en la premisa fundamental de la poesía americana. Todo lo que hay en el mundo, sea profano o sagrado, debe ser examinado de nuevo a la luz de la experiencia personal.
En este lugar y en este momento, me asombro de estar viviendo mi vida… El poeta americano es el ciudadano moderno de una democracia que carece de una base histórica, religiosa o filosófica definida. Los marxistas solían burlarse de este tipo de afirmaciones y decían que eran «típicas del individualismo burgués». «Les encanta oler su propia mierda», decía un conocido mío aludiendo a los poetas. Era maoísta y la idea de que cada ser humano pudiera encontrar su propia verdad le resultaba incomprensible. Con todo, esto es lo que pensaban Robert Frost, Charles Olson e incluso Elizabeth Bishop. Eran realistas que todavía no habían decidido qué es la realidad. Su poesía defiende la santidad de esa búsqueda en la que la realidad y la identidad se redescubren eternamente.
No es en la imaginación ni en la identidad en lo que confían nuestros poetas ante todo, sino en los ejemplos, las narraciones o las experiencias concretas. Los poetas todavía tienen mucho de diarista puritano. Como sus antepasados, introducen observaciones sobre el estado de su vida interior en entradas de su diario que hablan del clima. El problema de la identidad siempre está presente, al igual que la persistente sospecha de que la existencia carece de sentido. La premisa de trabajo, sin embargo, es que cada individuo es representativo hasta en sus preocupaciones más íntimas, que el «problema estético», como ha dicho John Ashbery, es un «microcosmos de todos los problemas humanos», que el poema es el lugar donde el «Yo» del poeta, por cortesía de una alquimia visionaria, se convierte en el espejo de todos nosotros.
«América no está acabada, quizá nunca llegue a estarlo», dijo Whitman. Nuestra poesía es la conciencia dramática de ese estado. Su herejía consiste en considerar que una parte de la verdad es la verdad absoluta y en convertirla en «un lugar donde refugiarse temporalmente de la confusión», según la famosa formulación de Robert Frost. En física, lo infinitamente pequeño contradice la ley general, y lo mismo se puede decir de la buena poesía. Lo que nos gusta de ella es la naturaleza democrática de sus valores, su actitud temeraria, su individualismo y su libertad. No hay nada más americano y más esperanzador que la poesía americana.
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Un perro negro encadenado menea la cola cuando paso a su lado. La casa y el granero de su amo se comban como si fueran a hundirse aplastados por el cielo. En el porche y en el patio mi vecino almacena coches viejos, cocinas, neveras, lavadoras y secadoras que trae del vertedero municipal para, en un futuro, darles un uso que no está claro, todavía por decidir. Todo está roto, oxidado, desmontado y disperso, excepto una incongruente estatua de escayola de la Virgen que parece nueva y que mira hacia abajo, como si se avergonzara de estar allí. Detrás de su casa, sobre el lago, se puede ver una espectacular puesta de sol invernal, como las de los cuadros que venden en la sección de ofertas de los grandes almacenes. Por lo que respecta al flautista, recuerdo haber leído que en los lejanos desiertos del sudoeste se pueden encontrar figurillas hechas con cerillas en las paredes de algunas cuevas y que algunas de ellas tocan la flauta. En New Hampshire, donde escribo esto, tan sólo se encuentra esta casa oscura, la estatua fantasmal, el silencio de los bosques y la fría noche invernal que cae a toda prisa.
Charles Simic nació el 9 de mayo de 1938 en
Belgrado, Yugoslavia. Su infancia estuvo marcada por los terribles acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. En 1954 emigró a EEUU junto a su madre y hermano para
reunirse con su padre. Vivieron en Chicago y los
alrededores hasta 1958. Publicó sus primeros poemas en 1959, a los 21 años.
Luis Muñoz en Babelia analizó su escritura del siguiente modo: "Su poesía establece relaciones directas entre las cosas y lo que podríamos llamar su representación imaginativa. Los poemas son recuerdos construidos con materiales de la imaginación, ideas confeccionadas con retales de recuerdos o estados de conciencia ilustrados con imágenes. Pero son, sobre todo, el laboratorio en el que cristalizan algunas certezas y en el que las sensaciones y las experiencias de la fantasía se convierten en formas primordiales de conocimiento. Su acercamiento a la realidad es abierto, expectante, poroso, el de alguien que, como Simic escribe a propósito de una serie de poetas de su preferencia, no ha decidido aún qué es la realidad."
Ha recibido numerosísimos galardones, como el de Poeta Laureado de la Biblioteca del Congreso en el curso 2007-2008, o el Premio Pulitzer en 1990 por su obra The World Doesn’t End. En España se han publicado tres amplias recopilaciones de su obra: El mundo no se acaba y otros poemas, trad. Mario Lucarda, Barcelona, DVD Ediciones, 1999; Desmontando el silencio, trad. Jordi Doce, Lucena, 4 Estaciones, 2004; y La voz a las tres de la madrugada, trad. Martín López-Vega, Barcelona, DVD Ediciones, 2009.
Nuevo corte de pelo
En una cabeza tan vieja y tan gruesa caben toda clase de ideas,
algunas absurdas, por supuesto.
Ellos sierran madera para un dosel de cama bajo una soga
en forma de nudo corredizo que cuelga del techo.
En una cabeza tan vieja hay una mujer que se desnuda,
una radio que canturrea para sus adentros,
un perrito que no para de dar vueltas.
Hay un guardia de seguridad haciendo la ronda
con un gorro de fiesta como si fuera Nochevieja.
¡Oh misterios! Nina Delgado, el más grande de todos,
cuyo nombre vi pintado con espray en el muro de una fábrica
y quien, como una hoja que ha volado lejos de un árbol,
flota serenamente hacia el mar, o vuelve a mi lado.
Que falten tantas tuercas en la cabeza de uno…
¿es eso lo que Dios y el Diablo deseaban?
En una cabeza tan vieja también hay alguien
que se asoma de vez en cuando a un espejo
y se estremece porque ahí no hay nadie.
Charles Simic
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