de Enrique Anderson Imbert
ESPIRAL
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al
entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a
la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el
primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y
mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi
cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol.
Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de
Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante
mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la
que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz.
«¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos
simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de
caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar
al que venía subiendo, que era yo otra vez.
El Gato de Chesire (1965)
LUNA
Jacobo,el niño tonto, solía
subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos. Esa noche de verano el
farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo
una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.-¡Chist!- cuchicheó
el farmacéutico a su mujer -Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe estar
espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
- Esta torta está sabrosísima.
Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
-¡Cómo la van a robar! La
puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas
apestilladas.
-Y...alguien podría bajar
desde la azotea.
-Imposible. No hay
escaleras;las paredes del patio son lisas...
-Bueno: te diré un secreto. En
noches como ésta bastaría que una persona dijera tres veces "tarasá"
para que ,arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo
aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento.
Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta
sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía
el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces
"tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave
tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire
arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.
El Gato de Chesire (1965)
EL FANTASMA
Se
dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si
no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la
arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en
medio de la habitación.
¿Con
que eso era la muerte?
¡Qué
desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y
resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la
misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el
techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos
que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la
percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver,
cara al cielo raso.
Se
inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué
avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! "Si yo pudiera alzarle
los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el
cuerpo", pensó.
Porque
así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y
los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su
aborrecida condición de mamífero.
-Ahora
que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde
morada.
Y
con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para
animarlo otra vez.
¡Tan
fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se
abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y
cuerpo caídos.
-¡No
entres! -gritó él, pero sin voz.
Era
tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
-¡Cállate!
¡Lo has echado todo a perder! -gritaba él, pero sin voz.
¡Qué
mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la
experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto,
definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
Acechó
a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz
como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a
la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se
acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba
viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar
vivo, pero solo, muy solo.
Salió
de la habitación, triste.
¿Adónde
iría?
Ya
no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y
empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.
Se
paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido
creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como
perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso
probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire.
Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las
insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera;
simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los
canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus
revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él,
muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos;
sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista.
¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como
cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a
retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su
cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las
distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así
a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las
pupilas.
Esa
noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus
amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando
los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él
había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a
su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones
de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió
hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto
se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con
que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.
A
veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para
cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e
iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que
se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a
hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él
como para las huérfanas.
Quedó
otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló
con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando
también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí?
Sí... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!
Hasta
que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más
allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si
toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos
olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se
estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos.
¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras,
ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban
sus hijas!
Nunca
pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse:
¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra
vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a
sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras
familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero
él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos,
por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su
cuñada como náufragos al último leño.
También
murió su cuñada.
Se
acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como
un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el
mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no
había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había
esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su
mujer y de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían
oírlo, salió al patio y voló noche arriba.
El Grimorio (1971)
EL
SUICIDA
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en
rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al
juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el
veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso.
Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la
sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había
cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra
la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y
salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos
acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y
con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se
fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía
limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que
le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban
chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la
calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres
acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
El Grimorio (1971)
No entiendo por qué razón Anderson Imbert permanece casi desconocido en España. La calidad de sus cuentos está fuera de toda duda así como sus ensayos de crítica literaria. Desde los años 50 hasta 1980 en que se retiró, dictó cursos en universidades tan prestigiosas como Harvard o Princeton.
Desde la antología "El leve Pedro" que publicó Alianza Editorial allá por 1976, y la reedición de su "Teoría y técnica del cuento" en 2.000 por Ariel, no conozco ninguna edición más.
No creo que este "clásico postergado", lo sea por sus polémicas opiniones antiBorges; con quien de todos modos comparte más de lo que él mismo cree: la prioridad del raciocinio, el uso de la vasta literatura universal o simplemente el rescate y bruñido del onceno cuento del Conde Lucanor.
También la racionalidad, el absurdo, el relato fantástico, el juego con el tiempo, el solipsismo. Alejandra Pizarnik lo tildaba como "un enamorado del aire y un escritor disgustado con la ley de la gravedad", por los vuelos constantes en que incurrían sus personajes.
Aquí un interesantísimo artículo que analiza las constantes de Anderson Imbert publicado en su web por el profesor Armand F. Baker de la Universidad de Nueva York en Albany.
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