miércoles, 10 de agosto de 2016

De RERUM NATURA - de Tito Lucrecio Caro

Apertura de De rerum natura, copia de 1483
de Girolamo di Matteo de Tauris para el papa Sixto IV.
En El Giro, de Stephen Greenblatt, se cuentan las vicisitudes que rodearon la recuperación del poema de Lucrecio en 1417, después de permanecer enterrado por el polvo de los siglos y la inquina de la ortodoxia cristiana.

Sobre la naturaleza de las cosas es una proeza singular por cuanto siendo una gran obra de filosofía es a la vez un seductor y hermoso poema. A pesar de que vivió varios siglos después de Epicuro y lejos de Grecia, en la Roma que vio la ascensión al poder de Julio César; Lucrecio fue su mejor discípulo y máximo divulgador.
 
El epicureísmo libera al hombre de sus miedos y supersticiones, sobretodo del miedo a los dioses y a la muerte. Todo es átomos y vacío proclama; todo se compone y descompone en un ciclo infinito. Todo muere, incluso lo que llamamos alma. 
Lucrecio nos ayuda a comprender nuestra naturaleza estrictamente material: no hay otra vida después de la muerte, no hay premios o castigos en un más allá, no hay Providencia. La naturaleza se encuentra en un proceso permanente de creación y destrucción. Todo lo que vemos, desde las estrellas más lejanas hasta nosotros mismos, está conformado por los mismos indestructibles átomos en constante movimiento y vacío. La mejor manera de celebrar este proceso natural universal es ser conscientes de nuestra mortalidad y disfrutar de la vida.
   
Epicuro 342-270 a.C.
El poema está escrito en hexámetros, los mismos que utilizaron Virgilio y Ovidio en sus composiciones épicas, y suma siete mil cuatrocientos versos, divididos en seis libros que no llevan título. El primero comienza con una invocación a Venus como fuerza germinadora de la naturaleza y trata de cómo todo está compuesto de átomos y vacío. El segundo trata del movimiento y agrupaciones de los átomos. El tercero habla sobre el alma, que considera mortal. El cuarto sobre la teoría de la sensación, el quinto sobre el mundo y el sexto sobre diversos fenómenos atmosféricos y las enfermedades. Según Greenblatt
"combina momentos de intensa hermosura lírica, meditaciones filosóficas sobre la religión, el placer y la muerte, y complejas teorías sobre el mundo físico, la evolución de las sociedades humanas, los peligros y las alegrías del sexo, y la naturaleza de la enfermedad. Su lenguaje es con frecuencia retorcido y difícil, su sintaxis complicada, y la altura de su ambición intelectual en general asombrosa." 
Lucrecio no era ateo, creía en la existencia de los dioses; pero alejados de nuestro mundo e indiferentes a todo lo humano. Puedes ir a la iglesia opinaba Lucrecio, no te hará daño. Pero todo rito, sacrificio, rezo o prácticas de culto carece de sentido.
"Nada de lo que hagamos (o no hagamos) les interesará. El problema más grave es que las falsas creencias y los ritos absurdos de forma inevitable conducen a la comisión de faltas por parte de los humanos."
"Los hombres, pensaba Lucrecio, no deben tragarse la ponzoñosa creencia de que su alma forma parte del mundo solo temporalmente y de que se dirige a otro sitio. Esa creencia solo servirá para sembrar en ellos una relación destructiva con el ambiente en el que viven la única vida que tienen. Esa vida, como todas las demás formas de existencia que hay en el universo, es contingente y vulnerable; todas las cosas, incluida la propia tierra, acabarán desintegrándose y volverán a los átomos constituyentes de los que están compuestas y a partir de los cuales se formarán otras cosas en la danza perpetua de la materia. Pero mientras estemos vivos, deberíamos llenarnos del placer más profundo, pues somos una pequeña parte de un vasto proceso de creación del mundo que Lucrecio alababa como algo esencialmente erótico." pág 173
En la actualidad muchas de las afirmaciones de Lucrecio acerca del universo nos resultan muy familiares. Al fin y al cabo, buena parte de los argumentos de su obra constituyen los cimientos sobre los que se ha construido la vida moderna. No en vano De rerum natura anticipó las bases de la física moderna y la teoría de la evolución de Darwin.
Pruebas sobre el bosón de Higgs

Tan profunda y hermosa concepción del hombre y de la vida merece conocerse con todas sus implicaciones tal y como Greenblatt la expresa en el capítulo 8 de su libro, titulado Las cosas como son:

* Todo está hecho de partículas invisibles. Lucrecio no las llama "átomos", término de la filosofía griega, sino  que usaba expresiones latinas como «primeros elementos», «primeros seres», o «las semillas de las cosas». Las concibe inmutables, indivisibles, invisibles, e infinitas en número. Están en constante movimiento, chocan unas con otras, se unen para componer nuevas formas, se separan, vuelven a combinarse, y perduran.

* Las partículas elementales de materia son eternas.
Las partículas infinitas de las que está hecho todo el universo, desde las estrellas hasta el insecto más humilde, son indestructibles e inmortales, aunque cualquier objeto particular del universo sea efímero. Es decir, todas las formas que podemos observar, incluso las que parecen más duraderas, son transitorias: los elementos de los que están compuestas tarde o temprano se redistribuirán. 
No prevalece nunca ni la creación ni la destrucción; la suma total de la materia es siempre la misma, y siempre se restablece el equilibrio entre vivos y muertos. (2.569-580)

* Las partículas elementales son infinitas en número, pero limitadas en cuanto a la forma y al tamaño. Son como las letras de un alfabeto, un conglomerado de elementos susceptibles de ser combinados en un número infinito de frases (2.688 ss.). Y con las semillas de las cosas, igual que con el lenguaje, las combinaciones se efectúan según un código.

* Todas las partículas están en movimiento en un vacío infinito
El espacio, como el tiempo, es ilimitado. No existen puntos fijos, ni comienzos, intermedios, ni finales, ni límites. La materia no está compactada en una masa sólida. En las cosas hay un vacío que permite que las partículas constituyentes se muevan, choquen, se combinen y se separen. 
El universo consta, por tanto, de materia —las partículas primordiales y todo lo que forman esas partículas al unirse unas con otras— y de espacio, intangible y vacío. No existe nada más.

* El universo no tiene creador ni ha sido concebido por nadie
Las partículas en sí no han sido creadas ni pueden ser destruidas. Los patrones de orden y desorden que hay en el mundo no son fruto de ningún proyecto divino. La Providencia es una fantasía.
Lo que existe no es la manifestación de ningún plan general ni de ningún designio inteligente intrínseco a la propia materia, "van ensayando toda suerte de combinaciones y movimientos, hasta que llegan por fin a disposiciones adecuadas para la creación y subsistencia de nuestro universo" (1.1024-1028).
La existencia no tiene fin ni propósito, solo hay creación y destrucción incesantes, gobernadas enteramente por el azar.

* Todo surge como consecuencia de un cambio de rumbo

Ese cambio de rumbo no es sino el más mínimo movimiento de las partículas; pro basta para desencadenar una serie incesante de colisiones. Todo lo que existe en el universo existe debido a esas colisiones fortuitas de partículas diminutas. Las combinaciones y recombinaciones infinitas que resultan de las colisiones en un lapso de tiempo ilimitado hacen que «los ríos abastezcan el mar insaciable con su abundante caudal, y la tierra renueve sus frutos bajo la cálida caricia del sol, y florezca la nueva generación de los seres vivos, y tengan vida los errantes fuegos del éter» (1.1031-1034)

* El cambio de trayectoria es la fuente de la libertad de albedrío.   
En la vida de todos los seres sensibles, tanto humanos como animales, el desvío aleatorio de las partículas elementales es el responsable de la existencia del libre albedrío. Pues si todo el movimiento fuera una larga cadena determinada de antemano, no habría espacio para la libertad. Una causa seguiría eternamente a otra, tal como lo decretara el destino. Sin embargo, hemos arrancado al destino nuestro libre albedrío.
Lucrecio señalaba como ejemplo que aunque un hombre pueda ser impulsado por una fuerza exterior, ese mismo hombre puede refrenarse deliberadamente.

* La naturaleza experimenta sin cesar. No hay un único momento que podamos llamar original, no existe una escena mítica de la creación. Todos los seres vivos, desde las plantas y los insectos hasta los mamíferos superiores y el hombre, han evolucionado a través de un largo y complejo proceso de ensayo y error. Las criaturas capaces de adaptarse y reproducirse mediante la combinación de sus órganos logran imponerse, hasta que un cambio de circunstancias hace imposible para ellas la supervivencia. 
Resulta difícil comprender este punto, reconocía Lucrecio, pero «lo que ha nacido es lo que engendra el uso» (4.835). Es decir, afirmaba, «no existió la visión antes de que nacieran los ojos, ni la palabra antes de ser creada la lengua» (4.836-837). Estos órganos no fueron creados para cumplir un fin predeterminado; su utilidad permitió poco a poco a las criaturas en las cuales surgieron sobrevivir y reproducirse.

* El universo no fue creado para los humanos ni alrededor de los humanos. La tierra no fue hecha a medida, evidentemente, para que nuestra especie se sintiera cómoda. A diferencia de muchos otros animales, dotados de nacimiento de todo lo que necesitan para sobrevivir, los hijos de los humanos son casi por completo vulnerables: Pensemos en un niño, escribía Lucrecio en un célebre pasaje, que, como un marinero arrojado a la playa por las olas crueles después de naufragar, yace desnudo en tierra, sin habla, carente por completo de todo auxilio vital, desde el momento en el que la naturaleza, arrancándolo con esfuerzo del claustro materno, lo expone a las riberas de la luz (5.223-225).
El destino de toda nuestra especie (y no digamos el de cada individuo) no es el eje en torno al cual gira todo. De hecho, no hay motivo para creer que el ser humano sea una especie que vaya a durar eternamente. Por el contrario, es evidente que, en períodos de tiempo infinitos, unas especies crecen y otras desaparecen, generadas y destruidas en un incesante proceso de cambio. 

* Los humanos no son seres únicos. Forman parte de un proceso material mucho mayor que los une no solo a todas las demás formas de vida, sino también a la materia inorgánica. Las partículas indivisibles que componen los seres vivos, incluidos los humanos, no son sensibles ni proceden de ninguna fuente misteriosa. Estamos hechos de la misma materia de la que están hechas todas las demás cosas.

* La sociedad humana no comenzó en una edad de oro de calma y plenitud, sino en una lucha primigenia por la supervivencia. No hubo una época original de plenitud paradisíaca, como han soñado algunos, en la que hombres y mujeres vivían felices y en paz gozando de la seguridad y el ocio, disfrutando de los frutos de la abundancia de la naturaleza. Los primeros humanos, al carecer de fuego, de agricultura y de otros medios para mitigar una vida durísima, casi brutal, luchaban para comer y para no ser comidos.
El lenguaje y las artes de la civilización no fueron dadas a los hombres por ninguna divinidad. Fueron elaborados por el talento compartido y la fuerza mental de la especie. Son logros dignos de ser celebrados, no dones divinos. 

* El alma muere. El alma humana está hecha del mismo material que el cuerpo humano. El hecho de que no podamos situar físicamente el alma en ningún órgano en particular solo significa que está hecha de partículas extraordinariamente pequeñas unidas entre sí por las venas, la carne y los nervios. No tenemos instrumentos con precisión suficiente para pesar el alma: en el momento de la muerte esta se disipa como «ocurre cuando se ha evaporado el aroma de un vino, o cuando el suave perfume de una esencia se ha dispersado en el aire» (3.221-222).

* No existe el más allá. Los humanos se han consolado y se han atormentado también a sí mismos con la idea de que hay algo que los espera cuando mueren. O bien se dedicarán a recoger flores toda la eternidad en un jardín paradisíaco en el que nunca soplan vientos fríos o bien tendrán que desfilar ante un juez severísimo que los condenará, por sus pecados, a un dolor interminable (dolor que de manera misteriosa requiere que, una vez muertos, tengamos una piel sensible al calor, aversión al frío, hambre y sed físicas, etcétera, etcétera). Pero una vez que asumimos que nuestra alma muere junto con nuestro cuerpo, comprendemos también que no puede haber castigos ni premios póstumos. La vida en esta tierra es todo lo que tenemos los humanos.

* La muerte no es nada para nosotros. Cuando morimos —cuando las partículas que se han fusionado para crearnos y mantenernos tal como somos se han separado—, no habrá ni placer ni dolor, ni deseo, ni miedo.
-Hereje quemado en la hoguera-

* Todas las religiones organizadas son ilusiones de la superstición. Esas ilusiones se basan en deseos profundamente arraigados, en el miedo y en la ignorancia. Los humanos proyectan imágenes del poder, la hermosura y la seguridad perfectas que les gustaría poseer. Modelando a sus dioses según esas imágenes, se hacen esclavos de sus propios sueños.

* Las religiones son invariablemente crueles. Las religiones prometen siempre esperanza y amor, pero la estructura profunda que las sostiene es la crueldad. Por eso tienden a desarrollar fantasías acerca de premios y castigos y a suscitar irremediablemente la angustia entre sus adeptos. El emblema más característico de la religión —y la manifestación más clara de la perversidad que se oculta tras ella— es el sacrificio de un hijo por uno de sus progenitores. Este mito lo incorporan casi todas las religiones desde las más antiguas orientales hasta Ifigenia por Agamenón o Isaac por Abraham. Lucrecio escribió su obra en torno al 50 a. C. por lo que desconocía el grandioso mito de sacrificio que acabaría dominando el mundo occidental; aunque no le habría sorprendido lo más mínimo.

* No hay ángeles, ni demonios ni fantasmas. No existen espíritus inmateriales de ninguna especie. Las criaturas con las que griegos y romanos poblaban el mundo —hadas, harpías, demonios, genios, ninfas, sátiros, dríades, mensajeros celestes y los espíritus de los muertos— son completamente irreales. Más vale olvidarlas.

* El fin supremo de la vida humana es la potenciación del placer y la reducción del dolor. Deberíamos organizar nuestra vida en aras de la búsqueda y la consecución de la felicidad. No hay fin ético más elevado que facilitar esa búsqueda a nosotros mismos y a nuestros congéneres. Cualquier otra pretensión —el servicio al estado, la glorificación de los dioses o de un príncipe, la dura búsqueda de la virtud a través del autosacrificio— es errónea o fraudulenta. Las necesidades del hombre son bien sencillas. No saber reconocer los límites de esas necesidades conduce al ser humano a una lucha vana y estéril por conseguir cada vez más y más cosas.
La mayoría de las personas comprenden racionalmente que los lujos que ansían son, en su mayor parte, absurdos. Pero, del mismo modo que es difícil resistirse al temor de los dioses y del más allá, también lo es resistirse a la idea compulsiva de que la seguridad propia y la de nuestra comunidad puede aumentarse de alguna manera por medio de actos de desenfrenada codicia y de conquista. Esos actos, sin embargo, no vienen más que a reducir las posibilidades de felicidad y hacen correr a los que los emprenden el riesgo de fracasar.

* El mayor obstáculo para el placer no es el dolor, sino las ilusiones. Los principales enemigos de la felicidad humana son el deseo desordenado —la fantasía de alcanzar algo que está por encima de lo que permite el mundo finito de los mortales— y el miedo que corroe. Incluso la temida peste -según Lucrecio- es sumamente horrible no por los sufrimientos y la muerte que acarrea, sino también y sobre todo por el «desasosiego y el pánico» que desencadena.

Es perfectamente razonable que intentemos evitar el dolor: de hecho esa evitación es uno de los grandes pilares de todo su sistema ético. Pero ¿cómo es posible evitar que esa aversión natural se convierta en pánico, un pánico que no conduce más que al triunfo de los sufrimientos? Y, de manera más general, ¿por qué son tan infelices los humanos?

La respuesta a esta cuestión, pensaba Lucrecio, tenía que ver con el poder de la imaginación. Aunque son finitos y mortales, los hombres son presa de la ilusión de lo infinito: el infinito placer y el dolor infinito. La fantasía del dolor infinito nos ayuda a explicar su propensión a la religión: en la creencia errónea de que su alma es inmortal y por tanto está sujeta a una eternidad de sufrimientos, los hombres imaginan que de alguna manera podrán negociar con los dioses un resultado mejor, una eternidad de placer en el paraíso. La fantasía del placer infinito nos ayuda a explicar su propensión al amor romántico: en la creencia errónea de que su felicidad depende de la posesión absoluta de un único objeto de deseo sin límite, el hombre es presa de un hambre y una sed febriles e insaciables que solo pueden provocar angustia y no felicidad.
En algunos pasajes de notable franqueza Lucrecio observaba que en el acto mismo de la consumación sexual los amantes siguen siendo presa de deseos que no pueden satisfacer:
"Incluso en el momento de la posesión el ardor del amante fluctúa incierto y sin rumbo, dudando si gozar primero con las manos o con los ojos. Aprietan hasta hacerle daño el objeto de su deseo, hiriendo su cuerpo, a veces clavan los dientes en los labios amados, y los lastiman a fuerza de besos" (4.1076-1081).
El sentido de este pasaje —parte del cual era, según W. B. Yeats, «la mejor descripción del acto sexual que se ha escrito nunca»— no es animar a una forma más decorosa y moderada de hacer el amor. Es tomar nota del elemento de apetito insatisfecho que acompaña incluso a la realización del deseo.

* Comprender la naturaleza de las cosas produce un profundo asombro. La constatación de que el universo está formado de átomos y vacío y nada más, de que el mundo no ha sido hecho para nosotros por un creador providencial, de que no somos el centro del universo, de que nuestra vida emocional no es más distinta de nuestra vida física que la de los demás seres, que nuestra alma es tan material y mortal como nuestro cuerpo: todo esto no es motivo de desesperación. Por el contrario, darnos cuenta de cómo son realmente las cosas constituye el paso fundamental hacia la posibilidad de alcanzar la felicidad. La insignificancia humana —el hecho de que las cosas no giren en torno a nosotros y a nuestro destino— es, subrayaba Lucrecio, la buena noticia.
El origen de la filosofía, se había dicho muchas veces en el mundo antiguo, era el asombro: la sorpresa y el desconcierto llevaban al deseo de conocer, y el conocimiento a su vez suponía el fin del asombro. Pero en la versión de Lucrecio ese proceso va en cierto modo al revés: es el hecho de conocer cómo son las cosas lo que despierta el asombro más profundo.




Stephen Greenblatt, El Giro. Editorial Crítica

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