jueves, 24 de noviembre de 2016

LAS TREINTA y TRES MUJERES del EMPERADOR PIEDRA AZUL - de Sara Gallardo

Serie Narraciones Extraordinarias



I

     Detrás del gran rey cuelga un cuero pintado. Puede agitarse, es el viento. O no agitarse: la reina está escuchando. Los muertos por su orden cuento en mí.
     Los muertos por su brazo están en mí. Tontas las que lloran su juventud pasada: ignoran los secretos de la fermentación. Vean las borracheras bajo las estrellas: si el agua es para el día, para el dominio es el alcohol.
     Alcohol es la vejez. Perdí los dientes, mi alimento es influir. Trenzo  mis canas, ¿qué se trenza sin mí?
     Tengo un anhelo sin embargo. Haría matar a esa muchacha. Y a su niño en sus brazos.

II

     Para mí sobar cueros. Comer. Ir por agua. Hilar los vellones, disponer los hilos, tejer. Mirar el humo, si lloverá mañana. Evacuar tranquila entre las matas.
     Sazonar el venado por la herida. Cebar mate y tomarlo. Teñir la pluma de avestruz.
     Cada día lo suyo. Buena vida. Dormir.

III

     Hago viajar. Cuidado, jinete. De lo que visitamos nada puede contarse. El más terrible de los reyes gime como un cordero. Nunca necesité de la belleza.
     Soy la que viaja. Puerta de viajes.
     Es verdad que me arriesgo; veo la muerte a cada paso. ¿Cómo sujetar a uno solo este mi cuerpo de mil vidas?
     Nadie es tan joven ni tan vieja como yo.

IV

     Las torturé. Sigo con sed. Las vi morir, nombrando a desconocidos en otras lenguas. No me sacié. Si cada pasto fuera sujeto de humillación y cada estrella un ojo que cegar seguirían mis ansias.

V

     Lana, lana, es la mañana. Echa el rocío, espanta el frío. Recibe el rojo, calienta el ojo. Ata las pistas de la vida. Ciñe el negro, cruza el blanco. Forma de trama, trama es mi forma. Aquí la raya del silencio, la franja, la locura, el rastrillo del sol, los picos de la noche, pisadas, huellas, marcas de pies. La vida está entre estos pasos: el sí, el no, el ahora, el nunca.
     Este es el poncho que tejí para el rey.

VI

     Amiga, dame tu boca. Abreme las piernas. Yo te sacaba piojos de la cabellera. Gordos para ti; medianos para mí; flacos, a morir entre las uñas. Pasó algo. Poco me importa ser esposa del rey. Poco te importa ser esposa del rey. ¿Es posible esconderlo? Hay tantos ojos. 

VII

     No hablaré de otro tiempo, de otra lengua, de otro hombre, otros hijos.
     Aquí el viento, el horror.
     A mecer, a dormir, soy el horno y el pan. Nueve horneadas. Nueve panes.
    Veo a seis con el maestro de caballos. Uno, la boleadora. Uno, la lanza. Uno, el puñal. Uno, el galope maneado. Uno, la carrera de pie. Uno, el tenderse.
     Hablarán entre sí, seré una sola oreja: caballos, caballos. Sólo caballos. ¿Pueden importarme otras palabras?, ¿pueden importarme?
     Hay dos más: corren cerca de mis pasos. ¿Qué pasos escucho sino éstos?
     Queda uno, y duerme. Feliz regazo. Tuve un jardín. No hay pétalos fuera de estos ojos.
     Nueve panes. Irán, en este mismo viento, a matar a otros hijos.

VIII

     Pasar, sin pisadas. Hormiga. Aire. Nada.

IX

     Yo me glorío de su gloria.
     Repito, para que el viento lleve:
     Dos mil quinientas leguas de confederación.
     Dos mil lanceros.
     Cuatro caballos por lancero.
     Así se cuenta la grandeza de un rey.
     Yo camino, pesada de grandezas.
     ¿Por qué me montó una sola vez?

X

     El marqués murmuró: La calesa está atada. Madame, sólo nos resta huir. Ella levantó el antifaz. Sus pupilas celestes eran adiós. Deslizó entre sus manos una sortija con un sello.
     No puedo recordar cómo seguía...

XI

     Lo veré para siempre ridículo. Cada noche vigilando a sus hembras.
     Me encontró con mi amigo. Me hundió la cara de un bolazo. Se fue a dormir. En la mañana llamó a mi compañero. Le pidió veinte ovejas.
     Quedé ciega.
     Veinte ovejas.
     En la tierra de sombra sigo viéndolo. Ridículo.

XII

     Mi abuela -si hará tiempo de esto, al otro lado de la gran montaña tuvo oído para los muertos. Paseando por el campo decía:
     -Aquí, gente enterrada. Caven, verán.
     Cavábamos. Aparecían los huesos.
     Con los años se me abrió ese oído.
   Otros, por el gusto del viento saben dónde está el enemigo. Yo tengo tratos con los muertos. 
     En busca de una hierba para teñir la lana camino muchas veces. En algún punto llama un muerto.
     Llaman, como un guerrero en el alcohol del sueño, como las criaturas en la noche. Sus huesos amarillos ya son polvo. Yo les digo que duerman.
     -Nosotros caminamos de día. Pronto vendrá la noche.

XIII

    Allí todo era gloria. Con mi primo corría carreras de caballos. Domábamos. El mío frenaba sin rienda, no bebía, sabía esperar. Teníamos un ejemplo, el más hermoso: Nahuel, caballo de mi padre. Éramos casi niños.
     Una noche oí a la bruja cantar como el agua en el caldero. Hablaba con el diablo. El humo de su fuego respondía.
     -¿Qué te asustó, señor?
     - Te lo diré, te lo diré.
     -¿Qué te alejó?
     -Te lo diré.
     - Vuelve a mí, estoy huérfana, ya no puedo volar.
     -Me asusta la criatura que come de la mano del jefe. Su relincho me espanta, su olor me asusta, su crin me ahoga. Sus pies quiebran mi fuerza.
     Cada pasto que traga me asfixia.
     -No temas mi señor, volverás. Morirá.
     Me arrastré y desperté a mi primo. Se lo conté. Nahuel, caballo de mi padre, nos oyó. Dio una vuelta a su estaca. Mi primo habló en mi oreja:  «A dormir". 
   No dormí. Casi un niño, degolló a la bruja. Amaneció cara al fuego hasta el hueso quemada.
     Hubo un grito en la mañana. Nosotros jugábamos con nuestros caballos.
   Qué reunión, qué hablar, qué brazos levantados, los chicos se escondían; las mujeres afilaban las uñas. Mi padre se puso el manto, la corona de lana.
     -Muerta está -dijo-. Muerta seguirá.
     Se habló mucho en voz baja, no delante de él.
     ¿Quién la mató, cómo no hubo castigos? Ni él mismo lo sabía. Pero una gran prosperidad vino.
     Para qué vino.
     El rey de reyes -pero rey entre reyes- me pidió por mujer.
     Dije a mi primo:
     -¿Acaso no enseñamos a nuestros caballos?
     Y escapamos. Mi padre montó a Nahuel. Nahuel nos alcanzó.
     Mi padre traía la lanza. La levantó y gritó.
     -Es verdad que te quiero como a un hijo. Es verdad que ibas a ser el jefe.
     Mató a mi primo. Se encerró en su toldo. Bebió tres días. Al tercero le dije:
     -Tu prosperidad se debió al que mataste. Nahuel por testigo. Tu prosperidad atrajo al rey de reyes. Ya verás qué te deja.
     Cubierta de plata me llevaron al viejo de la piedra azul.
     Nahuel ha muerto, mi padre es un mendigo, su tribu dispersa roe despojos. 

XIV

     Nació. Lo temí siempre: ojos azules. El rey, mi primo y tío, vino a verlo. Las esposas ocultaban su gozo. Esperé la muerte. Sonrió:
     -Buena sangre -dijo-. Será rey.

XV

     Ojalá muera, derrotado. Ojalá, pie en el suelo, se vea encadenar por soldados sin jefes. Ojalá lo traicionen sus hijos, y lo sepa. Que pierda su fuerza de varón.
     Ojalá muera. Y su raza se borre de la tierra. Yo con ella.
     Maldiciéndolo.

XVI

    Mi padre me encontró tratando de volar. Nunca entendí los gustos de los hombres. Menos, a las mujeres. Vidas de sombras.
     Ahora sé. Busco huevos de serpiente enterrados. Sapos. Murciélagos dormidos.
     La hechicera recibe mi adulación.
     Aprenderé.

XVII

     Un viajero me vio: sin esperanza, moribunda, muy bella.
     Era un error. Nunca existí.
     Afuera oigo cantar los pájaros. 

XVIII

     Soy dos. Tengo dos nombres y soy dos. Una mañana perdí mi primer diente. Mi madre -que lloraba a toda hora- dijo:
     -María de los Angeles, entiérralo, así brota un milagro.
     Lo enterré junto al toldo. Al otro día fui a buscar el milagro. No vi nada. Me senté y esperé. Cuando volví, mi madre -se contaban sus huesos- había muerto. A palos. Me pareció que sonreía.
     Nadie más me llamó María de los Angeles. Yo sola lo decía. Nadie decía milagro.
     Cuando enterré mi octavo diente grité en medio del campo:
     -¡Milagros: no esperaré más! ¡Olvidaré cómo se dice María de los Angeles! Seré Nube Blanca solamente.
     Esa noche, dormida, oí una canción. Nombraba lo que nunca oí:
     Barca marinera, rema ligera.
     Castillo junto al río, quítame el frío.
     La nieve en la montaña me acompaña.
     Angeles, santos, canten sus cantos.
   Pregunté a uno, intérprete, de barba roja: Qué es barca, qué marinera, qué rema, qué castillo, qué nieve, qué montaña. Lo dijo. Me lo repetí juntando leña, trayendo agua.
     Un día vino un viejo:
    -El rey de reyes que vive al otro lado del desierto hace saber lo que ha sabido por el hombre de la barba roja. Una criatura blanca, gorda, rubia, vive acá. La manda buscar. Enviará tanto ganado; tantas matras, tanta plata.
     -¿Qué criatura es esa? -pregunté. 
     Me agasajaron. Eramos pobres. Aquel rey no conocía nuestro pueblo, ni a nuestro jefe.
     Ahora soy esposa lejos de allí. Tengo dos nombres, y soy dos.
     Cuando encuentre a mi madre me dirá por qué.

XIX

     El placer que me queda es contemplar lo nuevo.
     El rocío en las matas. La reina que se estrena, favorita, con su niño en los brazos. Ríe. El rey la quiere cerca.
     En la tela de araña las cuentas del rocío.
     Por la tarde me encierro, prendo el fuego.
     Por la tarde no hay rocío en las matas. La tela está cargada de insectos. Las polvaredas en el horizonte vuelan.

XX

     A veces nos cruzamos con el rey. Si tiene ganas me saluda, y pasa. La juventud, no sé dónde quedó.
     Hemos sido cómplices.
     No es que le falten. En el triunfo, el castigo, la matanza, la gloria, la lujuria.
     Pero yo sola vi sus lágrimas.

XXI

     Me entregué al misterio.
     ¿Qué era?
     Un camino de tiniebla hacia una tierra que quizá no existe.
     Soy fiel. Persevero. 

XXII

     Esto pasó cuando cruzamos la montaña grande.
     Jugando, mi hermano y yo subimos a donde el hielo es muy callado.
     En una cueva dormía una niña.
   Oro en sus coronas, en su pecho. Las sandalias eran de cuentas verdes. Mascarilla de perlas. Dormía.
     Cuando bajamos él murió de frío. Yo viví.
     Nunca contamos nada.
     Me llaman esposa de rey. Uso collar de plata.
     Nunca sabrá de reyes quien no vio la princesa que duerme en la montaña.

XXIII

     Esperé diez años. Y me vio.
   Llegaba de la guerra. Sangre negra le chorreaba el pecho. Vi sus hijos, sus nietos. Las plumas de sus lanzas también negras, locas de victoria. Mujeres, viejos, perros, chicos eran un solo aullido. Y las cautivas color muerte.
     Yo le sostuve la mirada. Su caballo rayó junto a mis pies. No me moví. Mi abuela me pegó.
   Celebraron durante muchos días. Los guerreros dormían, vomitaban. Esperé. El rey caminó entre las tiendas. Vi abrir el cuero de mi casa.
     Nunca lo nombré. Nunca me nombró. Yo fui rey, él muchacha. Aprendí a gobernar, él a reír.
     Suelen hablar. Poco saben de amor. 

XXIV

     La luna tiene un halo: viajan reyes.
     Llegaron mis hermanos.
     La lluvia borra todas las señales. Lloro.
     Se fueron mis hermanos.

XXV

     La historia, que todavía da qué hablar, fue en verdad de este modo.
     Mi prima tenía un perro favorito, acostumbrado a morder los talones. Vi que aquel joven tenía el talón herido.
     Conseguí unas semillas de veneno y las guardé en la mano.
     Tiñendo lana con la reina vieja lloré. Me prometió un collar de cuentas si decía por qué. Un collar de cuentas.
     Dije: Mi prima y sus hermanas preparan un veneno.
     Aquel joven les trajo la semilla. Quieren matar al rey. Se las mostré en mi mano.
     Mi prima, sus hermanas, aquel joven fueron quemados vivos.
     Son de polvo y ceniza hace siete años. Yo uso el collar de cuentas.
     Aquel fuego me mantiene despierta.
     Yo le pedí su amor, él se burló. ¿Y visitaba por la noche a mi prima?

XXVI y XXVII

     Somos hermanas y distintas. El día de aquel doble banquete -esa hecatombe- trabajamos juntas. Sin aviso, llegaron de visita el jefe chico y sus doscientos. 
     Se les dio almuerzo. Almorzaban y llegó su hermano, cuatrocientos lanceros en el polvo. Otro banquete.
     Y se saciaron las dos veces.
     El rey en persona recorrió las filas de comedores y de bebedores.
     Hablaba y se reía.
    Lo puedo asegurar: fue un día de orgullo. Ser esposa de rey, alimentar a seiscientos, y reír.
    Pero mi hermana dijo: Conozco la sal de la cocina de los reyes. Lágrimas y sudor. Pena y fatiga.

XXVIII

     Cargando la pipa del rey he escuchado cómo dicta sus cartas. Los hombres que le sirven hacen rayas y puntos, al uso de los blancos.
     En las tardes me siento. Soy vieja. No me interesan las palabras.
     Veo a los pájaros. Rayas, puntos. Cada tarde en el cielo la misma carta.
     Siempre la misma, que no puedo decir:
     Derrota, fin.

XXIX

   Mi hermano, señor del país de los manzanos, quiso una alianza con el grande. Me prometió su esposa.
    Cuando llegué, andaba cazando avestruces. Volvió de noche, partió para la guerra. Después me quiso ver.
     No le gusté.
     Hizo la ceremonia por alianza con el señor de los manzanos.
     Nunca me tocó. 
     No tuve amigas.
     La bruja me pidió un favor: Escucho para ella toda conversación, espío cada toldo.
     Me han puesto motes. Los chicos tienden trampas a mis pies. Recibo un cascotazo.
     Sin embargo mi madre me contó historias, me prometió felicidad.

XXX

     Soñé: perdí un diente.
     ¿Qué haré sin él, qué hará sin mí?
     Se ha levantado viento sobre el río.
     ¿Qué hará sin mí, qué haré sin él?

XXXI

     Llovía. Y llovía mi llanto. Es triste ser mujer del viejo rey. Era de noche, debajo de la manta. En otoño las cosas son así.
     Entró en la oscuridad el hijo de mi esposo. Había bebido. Tal vez se equivocó.
     Aquello fue salir al resplandor en un caballo de batalla. Fue correr. Fue vencer.

XXXII

     Su padre le dijo el día del primer combate:
     -Que ninguna mujer te importe más que la guerra.
     Su padre le dijo el día del primer banquete:
     -Ninguna mujer lleva más lejos que el alcohol.
     Su padre le dijo el día del primer sacrificio: 
     -Atarse a una mujer es apartarse del misterio.
     Conoció el combate, el alcohol, el misterio. Me dice: son tres sombras junto a tu falda roja.

XXXIII

     He visto una visión que no es mentira en el agua del pozo. Vi el funeral del rey. No falta mucho tiempo. Con él irá su caballo revestido de plata. Sus mujeres en fila, roto el cráneo. La favorita de vestido rojo tendrá el niño en los brazos. Se lo arrebatarán al tiempo que la maten. Así vi el funeral, con treinta y dos esposas. Yo me escapo esta noche.





⥈  ⧫⧫  ⥈



Formidable. 
La autora nos ha permitido escuchar a las treinta y tres mujeres. En muchos casos ha sido sólo un latido, el fulgor de un alma, cuya vida y anhelos vemos resumidos en unas pocas líneas. Entre esas treinta y tres mujeres, hay quien elige contarnos cómo llegó a casarse con el emperador, otras nos confiesan cómo sobreviven. Algunas nos susurran sus planes de venganza y las hay que dibujan su ambición, como en el texto XVI.
            Mi padre me encontró tratando de volar. Nunca entendí los gustos de los hombres, 
    Menos a las mujeres. Vidas de sombras.
             Ahora sé. Busco huevos de serpiente enterrados. Sapos. Murciélagos dormidos.
             La hechicera recibe mi adulación.
             Aprenderé.
En todos los casos la brevedad, tanto del texto como de la frase, dota al relato de un intensidad más propia de la poesía. Alguna de estas mujeres se nos entregan completas en un simple suspiro, un resplandor tan lacónico como elocuente que nos hace recordar a un poema oriental; como por ejemplo en el texto VIII.
            Pasar, sin pisadas. Hormiga. Aire. Nada.
Lepoldo Brizuela, propagador y rescatador de la autora por sus constantes referencias, destaca de ella “una capacidad de sugerir el silencio y el vacío más próxima al lirismo de un Juan L. Ortiz que a cualquier narrador contemporáneo”.


SARA GALLARDO (Buenos Aires, 1931-1988) es autora de las novelas Enero, Pantalones azules, Los galgos, los galgos, Eisejuaz y La rosa del viento. Dejó escrito: "La América de aquí es el territorio de casi todas mis historias: esa pampa salvaje, un poco expresionista, imposible de catequizar. Un país en que el humo cubre todo y lo vuelve fantástico o fantasmagórico. Un mundo de monstruos. Y a la vez tan fascinante." 
La inclusión de Eisejuaz en la Biblioteca de Clásicos Argentinos, que dirigió R.Piglia y las persistentes referencias a su obra hechas por Leopoldo Brizuela permitieron que fuera finalmente valorada como uno de los hitos más originales e intensos de la literatura argentina del siglo XX.

Sara Gallardo
El país del humo, único volumen de cuentos de Sara Gallardo, es una reescritura de la historia argentina tal como la concebía, al menos desde los ‘80, la clase social en que esta autora nació, un asedio poético a la cerrada cosmovisión de la oligarquía.
En este sentido, El país del humo es la culminación de una busca tan antigua como su deseo de escribir. En Eisejuaz (1971), un alucinado monólogo de un mataco psicótico en busca de su propia santidad, la herramienta de Gallardo había sido la invención de una lengua nueva que imita el habla del indio salteño en su economía de vocabulario, su uso del silencio, y sobre todo, en la capacidad de creación y violencia que trasuntan los aparentes “errores” en el “habla castilla” –no tanto al modo de Juan Rulfo, con el que se la ha comparado muchas veces por la excelencia de su prosa, como de Mario de Andrade en Macunaíma–. Como éste, y a diferencia de los indigenistas, Sara Gallardo no pretende “reflejar al salvaje”: aprende del “otro” para traspasar los límites de su propia imaginación, para dejar que hable lo salvaje que lleva aún dentro de sí.

Mientras escribe El país del humo, entre 1974 y 1975, y después del intrincado proceso de Eisejuaz, Sara Gallardo proclama su necesidad de “volver a narrar ante todo”, pero rechaza las poéticas consagradas del cuento desde Poe a Chéjov, desde Horacio Quiroga o Abelardo Castillo, para explorar en tradiciones muy disímiles –del cuento folklórico a los epitafios biográficos de Edgar Lee Masters, de las fábulas animales de Rudyard Kipling a los inclasificables relatos de Silvina Ocampo–, y sobre todo en formas marginales o premodernas, en especial, las que perviven en la narración oral.
Con fórmulas de narradora oral, Gallardo se aplica a contar desde una investigación científica sobre la influencia de las nubes en la historia universal, al delirio del hijo de un jefe de estación que cree ver pasar “los trenes de los muertos” o las treinta y tres vidas de las esposas del cacique Piedra Azul (Calfucurá), donde aquella “lengua Eisejuaz” alcanza su conquista más alta –uno de los textos más estremecedores y originales de toda la narrativa argentina del siglo XX–. 
                          (Extactos tomados del artículo de Leopoldo Brizuela en Página12.com)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.