jueves, 31 de octubre de 2024

LA DESAPARICIÓN de ADÈLE BEDEAU - de Graeme Macrae Burnet



El escocés Graeme Mcrae Burnet se estrenó como autor con esta novela, publicada en 2014, y eligió escribirla como si fuese un clásico de otra época, al estilo de Georges Simenon: con personajes triviales viviendo su anodina vida en un pueblo aburrido de la Alsacia francesa. Pero ¿Quién dice que en esos remotos puebluchos no existen almas que palpitan como un volcán?

Lo primero que salta a la vista es la impecable ambientación provinciana. Como el Restaurante La Cloche donde cada día se reúnen los mismos parroquianos que mantienen inalterables sus horarios y hábitos desde hace décadas. Allí acude todos los días el taciturno Manfred Baumann, director de una sucursal bancaria. Primero a comer y por las tardes a tomarse unos vasos de vino acodado en la barra. Todo es adusto, tedioso y repetitivo. Una vida con encefalograma plano...hasta que la joven camarera Adèle Bedeau desaparece una noche. 

Lo segundo en lo que destaca la novela es en la disección de los personajes. Graeme Macrae va penetrando como un cirujano en las distintas capas de sus antagonistas –sospechoso e inspector– hasta desnudar completamente sus almas. Para conseguirlo utiliza una narración en paralelo donde se van alternando sus puntos de vista aportando flashbacks sobre su vida previa y formación. Así conoceremos la infancia solitaria de Manfred y una adolescencia donde tuvo lugar un suceso trágico que no cesa de atormentarlo. El otro punto de vista nos lo ofrece el inspector Gorski, un tipo atrapado en una ciudad de provincias y en un matrimonio rutinario. Siendo todavía un novato dejó un crimen sin resolver por el que fue condenado un hombre inocente. A día de hoy es un fiasco que lo sigue mortificando. 

E. Hopper, "Halcones de la noche" (detalle) 1949




Resultan muy llamativos los paralelismos que establece el relato entre ambos, incluso en el hecho de que los dos traicionaron las expectativas de sus padres y de que, ya adultos, tienen que seguir atravesando el antiguo negocio de sus progenitores para acceder al piso donde ahora los visitan ya mayores. Baumann una floristería y Gorski una casa de empeños. Además el inspector tuvo su bautizo de fuego hace veinte años precisamente investigando un caso en el que Baumann estuvo implicado. Actualmente y gracias a la actitud esquiva y reticente del banquero, éste se convierte en el primer sospechoso de la desaparición de la camarera. 

Aunque lo que más les une es un carácter muy semejante. Efectivamente los dos son torpes, inseguros con las mujeres y solitarios. Sufren en público. De algún modo ambos padecen el síndrome del impostor. Carecen de habilidades sociales y les angustia su creencia de que todo el mundo los está examinando. "Manfred se había acostumbrado a vivir con la impresión de que lo observaban continuamente", se dice en un momento dado. También llegan a reconocer la "presión de tener que actuar con naturalidad" en su vida diaria. Este es uno de los rasgos más interesantes de la novela, que más que investigar un caso se centra en hurgar en esos miedos y contradicciones que todos escondemos, celosos de nuestros secretos más vergonzosos y de nuestras mentiras más procaces.

Jean Beraud, En el café, bebedores de absenta (detalle) -1909-

Se puede decir que la obra está montada como un laberinto de espejos donde policía y sospechoso se reflejan, en una trama que nos empuja a considerar por igual la inocencia y la culpabilidad de Manfred. El hilo de tensión que mantiene la novela es precisamente esa sensación de difusa culpabilidad que todos albergamos, sobre todo cuando un policía se dirige a nosotros.
"Después de todo, ¿no vivía ya su día a día como si estuviera sometido a una vigilancia constante, como si esperase de un momento a otro que lo desafiaran a ofrecer una explicación de sus acciones o a responder a quién sabe qué oscuras acusaciones? ¿Acaso no estaba plenamente convencido de que tarde o temprano emplazarían a cuantos lo rodeaban a testificar en su contra?"
Saint-Louis es un villorrio anodino, situado cerca de Estrasburgo en la frontera franco-suiza. En él la vida se marchita. El protagonista es torpe, obsesivo y solitario. La investigación es somera. El caso no es sangriento ni de altos vuelos, entonces ¿Por qué atrapa esta notable novela?. Por el lúcido retrato de estas palpitantes almas y su forma de narrarlo. Sin olvidar el placer de su último giro metaliterario.

Tan francesa se muestra esta novela de autor escocés que hasta las referencias que citan sus protagonistas para iluminar sus desvelos son tan galas como Zola o el propio Simenon.
"La descripción que Zola hacía de sus personajes, atrapados por su temperamento y desprovistos de libre albedrío, fue como una liberación para Manfred. Le quitó una pesada carga de encima. Él también era prisionero de las fuerzas que lo habían moldeado: la naturaleza torpe e insociable con la que incomodaba a todo el mundo; su deplorable posición como impostor en el hogar de sus abuelos; su incertidumbre acerca de qué camino tomar cuando acabara el colegio. Ya no controlaba su propio destino. Después de todo, ¿qué le había llevado a conocer a la chica del vestido amarillo? ¿El libre albedrío? No, había sido el destino."
Pueblo de Alsacia

Y queda el desconcertante Epílogo que tras la resolución del caso nos asalta. Un broche final en forma de juego metaliterario en el que el autor se presenta como mero traductor al inglés de una obra de culto que viene reeditándose con éxito en Francia desde 1982. Su supuesto autor, Raymond Brunet (qué cerca de Burnet), habría volcado en la novela el trasunto de su propia vida, incluido el Restaurante de la Cloche y sus parroquianos, donde él mismo almorzaba a diario. Todo ello bajo el designio de Georges Simenon, y lo que escribió en el Prólogo de su novela autobiográfica Pedigrí: "Todo es verdad, pero nada es exacto". Este nuevo giro, que ofrece un efímero éxito a Raymond Brunet, no logra hacerle escapar ‒como a su protagonista‒ de un frustrante destino.

Graeme Macrae continuó por este derrotero en su siguiente novela, Un plan sangriento, publicada en 2019; pero de una forma mucho más sofisticada. Un falso true crime en el corazón de la Escocia más oscura.
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                                                     A continuación.....

Un PLAN SANGRIENTO - de Graeme Macrae Burnet


Publicada en 2019, Un plan sangriento es un falso true crime que se desarrolla en las remotas Highlands escocesas, a mediados del siglo XIX. Si Graeme Macrae remataba su primera novela, La desaparición de Adèle Bedeau (2014), con un giro metaliterario tan brillante como postizo; en esta segunda se lanza ya sin disimulo a explorar los límites de la ficción con un excelente y elaboradísimo artefacto literario.

En 1869, el jovencito Roderick Macrae asesinó brutalmente a tres personas en la aldea de Culduie, en las Tierras Altas de Escocia. El juicio posterior cautivó tanto a la prensa como al público británico. El libro pretende acercarse a aquel suceso como si de un documental se tratase, aportando todo tipo de testimonios, informes y artículos de prensa. No en balde el subtítulo en inglés ya es notoriamente descriptivo, "Documentos relativos al caso de Roderick Macrae". Efectivamente el volumen tiene la forma de un completo dossier donde conviven la confesión manuscrita del asesino, su informe psiquiátrico, las declaraciones de la policía y de testigos así como un jugoso relato sobre el desarrollo del juicio mas un epílogo donde se recopilan las caprichosas interpretaciones que se publicaron en prensa sobre el asunto. Todo un compendio para intentar llegar a la verdad más allá de la admisión de culpabilidad, puesto que ¿Por qué un joven más bien apocado cometió actos tan atroces? ¿Por qué no intentó encubrir el crimen? ¿Tenía indicios de locura o sus míseras condiciones de vida fueron el detonante?.

En el Prólogo del libro Graeme Macrae afirma que se encontraba "escarbando un poco" en la vida de su abuelo cuando acabó "encontrando" un documento extraordinario: las memorias manuscritas que su antepasado, Roderick Macrae, escribió en la prisión de Inverness mientras esperaba su juicio. Había asesinado a tres personas, el alguacil de su pueblo, su hija adolescente y su hijo de cuatro años. Para narrar aquel suceso el autor se sumerge (y a los lectores con él) no solo en la psicología del criminal sino también en las circunstancias sociales de aquella época sombría. 


La obra comienza así: 

"Prólogo

ESCRIBO ESTO A INSTANCIAS DE MI ABOGADO, el señor Andrew Sinclair, quien, desde que me encarcelaron aquí, en Inverness, me ha tratado con un grado de cortesía que no merezco en modo alguno. Mi vida ha sido breve y de escasa consecuencia, y no es mi deseo eximirme de la responsabilidad de los actos que recientemente he cometido. Así pues, no es por otra razón que la de corresponder la amabilidad de mi abogado que consigno estas palabras por escrito.

De esta forma arrancan las memorias de Roderick Macrae, un campesino escocés de diecisiete años, acusado de cometer tres brutales asesinatos en su aldea natal, Culduie, en Ross-shire, la mañana del 10 de agosto de 1869.
No pretendo demorar en exceso al lector, pero creo que un puñado de observaciones preliminares proporcionarán cierto contexto al material aquí reunido. Aquellos lectores que prefieran pasar directamente a los documentos propiamente dichos son libres de hacerlo, por supuesto."
El libro se presenta como un completo archivo de testimonios e informes en torno al caso; pero yo lo dividiría en tres partes principales. La primera, por supuesto, es la declaración incriminatoria del asesino donde él mismo nos explica su situación personal y familiar y su vida miserable. En ella da cuenta de los acontecimientos que desembocaron en los asesinatos. La redacción es aseada y coherente, a veces hasta poética; de ahí que algunos la tilden de falsa. La impresión que nos queda es la de un ser condenado simplemente por haber nacido pobre.

El contrapunto a este memorándum lo encontramos en el análisis mental y social que el reputado médico Bruce Thomson hace del acusado. El capítulo se titula "Viajes por los confines de la locura" y en él nos muestra una postura llena de prejuicios en torno a que el origen genético, social o racial (era un seguidor de las teorías fisiognómicas) determina la inclinación al crimen de una persona.

La tercera y muy suculenta parte de la novela es la reproducción del juicio que nos proporciona comentarios agudos y contradictorios. De hecho son jocosas las discrepancias entre los testimonios acerca de la personalidad de Roderick. Testimonios que Graeme Macrae sabe caracterizar con un lenguaje y estilo propio.



Es evidente que la obra tiene una estructura compleja y original que el autor ha declarado deudora de un clásico que leyó siendo estudiante: "Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano... Un caso de parricidio del siglo XIX presentado por Michel Foucault". Este es el título completo y está editado por Tusquets. Rivière fue un joven campesino francés que en 1835 asesinó a toda su familia. El libro lo integran la crónica real del crimen escrita por el propio asesino y los documentos (informes psiquiátricos, declaraciones de testigos y artículos de prensa) que Foucault reunió en torno al caso. El paralelismo es manifiesto.

También muchos críticos han comparado esta novela con A sangre fría, de Truman Capote. Sin embargo hay un factor diferencial concluyente, los libros de Foucault y Capote parten de un hecho real, mientras que esta novela de Macrae ¡es pura ficción!. Sólo el pueblo es real, así como la figura del cirujano-psiquiatra James Bruce Thomson (1810-1873), que evalúa al asesino confeso. Sus puntos de vista precientíficos y clasistas aportan a la novela el contexto cultural de la época.

Las declaraciones, actas y testimonios que leemos poseen una gran verosimilitud, como demuestran los informes médicos de las víctimas que llegan a ser escalofriantes. Además el período histórico y sus gentes queda perfectamente reflejado, en especial "la férrea ideología calvinista de la iglesia de Escocia, (...) que planteaba que los pobres tenían que resignarse ante el sufrimiento por su condición, que les venía impuesto por su nacimiento". También cobran relieve las teorías sobre la demencia que comenzaban a expandirse en la época, de ahí que las memorias del médico, incluidas en el capítulo "Viajes por los confines de la locura" ejerzan de contrapunto al memorándum del acusado. Detrás de los crímenes ya no se veía el mal, sino los desequilibrios mentales o condiciones materiales. 
Campesinos en Escocia

Macrae Burnet ha elaborado un falso 'true crime' plagado de puntos de vista contrapuestos, pistas falsas y testimonios poco fiables en la seductora tradición del manuscrito encontrado. Su ingenio literario es capaz de montar todo un mecanismo que juega con el lector, haciéndole dudar sobre verdades que parecían aceptadas y cuestionar cada nueva revelación. Incluso la confesión de Roderick acabará roída por las dudas.

La novela es apasionante y evidencia una formidable investigación histórica y cultural sobre las gentes y costumbres de aquella región. Su lectura está salpicada de momentos emotivos y no falta el sentido del humor. Es patente que no se trata de un thriller convencional, ya que cuenta con un profundo tratamiento antropológico y judicial; pero no por ello resulta menos emocionante y legible.

La obra nos seduce por la secuenciación y profundidad de la información que aporta; pero sobre todo por la construcción de los personajes. Los vecinos del pueblo son enigmáticos y rudos, mientras que el psiquiatra es rígido y engreído. Por su parte el asesino confeso nos provoca sensaciones contradictorias. En ocasiones parece una víctima y en otras un ser amoral. Unas veces muestra destellos de inteligencia y otras parece un simple estúpido. 
«No es suficiente que pienses que ningún hombre podría cometer actos tan atroces y estando en su sano juicio. Hombres cuerdos pueden cometer y cometen tales crímenes, y el mero hecho de cometer tal acto no coloca, en sí mismo, a un individuo fuera de los límites de la razón».




En una entrevista el autor reconocía que su novela no trata sobre el mal o su origen: "en mi forma de entender la creación de una novela, lo que menos me interesa es el tema. Lo que más me preocupa son los personajes y los lugares, a medida que voy hablando de ellos surge el tema. Los personajes y el lugar crean los novela".

La obra me provoca variadas reflexiones. En torno al concepto de culpabilidad o al de la frontera entre locura y cordura. También sobre la definición de justicia o del criterio moral; pero señalaré otras dos. 
 
La primera surge de las memorias del doctor James Bruce Thomson, una persona real cuyos artículos mencionados en la novela pueden encontrarse en internet. En la trama es llamado por la defensa para intentar alegar locura, pero cualquier lector quedará perplejo con su actuación. Mr. Thomson es un tipo arrogante y ferviente seguidor de las teorías fisiognómicas de la época. No le interesa la locura o la culpabilidad de Roderick. Su interés es rígidamente antropológico. Ve la pobreza como el caldo de cultivo propio para el criminal. Para él nacer pobre ya te convierte casi en un criminal: 
"El estudio de la clase criminal no debe centrarse exclusivamente en la herencia, sino que debe también prestar atención a las condiciones en las que mora el individuo degenerado. La herencia, por sí sola, no puede explicar la perpetración de un crimen. El aire viciado de la barriada, el hambre y un entorno de inmoralidad generalizada deben ser admitidos también como factores en la manufactura del criminal."
Highlands - Escocia





La segunda reflexión afecta a la posición del lector ante el libro. El descendiente Graeme Macrae se topa por casualidad con la declaración de un asesino y reúne sobre su mesa todo tipo de testimonios, actas e informes. Con ello intenta entender los hechos más allá de la referida confesión. Pero no nos ofrece sus conclusiones. Entregando el dossier completo y abierto el autor logra implicar al lector, situándolo a su mismo nivel. Porque tanto policías, como testigos y médicos sólo son capaces de decirnos "su verdad"; de modo que el lector tendrá que recomponer este puzzle y crear la suya propia... siendo así que ya no podrá olvidar que cada testimonio acarrea su propia mochila de prejuicios e intereses.





  El caso Rivière:  El 3 de junio de 1835, un campesino normando de 20 años llamado Pierre Rivière asesinó a su madre, su hermana y su hermano con una podadera. Al salir de casa le dijo a un vecino: "Acabo de liberar a mi padre de todas sus tribulaciones. Sé que me darán muerte, pero no me importa". A continuación se refugió en el bosque donde vivió durante meses. Cuando lo detuvieron varios testigos declararon que era un demente y que siempre había mostrado un comportamiento "extraño".  En la cárcel el parricida escribe una Memoria donde expone cómo, deliberadamente, planeó y llevó a cabo el crimen. 
En el volumen se nos presenta el expediente de los procedimientos judiciales del caso, luego su notable autobiografía y finalmente una colección de ensayos modernos sobre Rivière, objeto de un seminario del Collège de France dirigido por el eminente psiquiatra e historiador Michel Foucault, autor de "La locura y la civilización".
Para el fiscal, la aberración de Rivière se debía a su negativa a aceptar la disciplina que una sociedad orgánica necesariamente impone a sus miembros. El psiquiatra de la acusación confirmó que Rivière no estaba loco, sino que estaba «sobreexcitado» por un largo conflicto con sus padres. Según todo ello fue condenado a muerte, pero el rey conmutó la pena por cadena perpetua en respuesta a la intervención inusual de un grupo de los principales psiquiatras de París. Estos declararon que el criminal era deficiente mental y añadieron que «debería haber sido puesto en confinamiento» mucho antes del crimen.
Foucault realizó este trabajo colectivo de compilación y ordenación de todo tipo de  documentos, desde los legales hasta los periodísticos, durante un seminario en el Collège de France. Uno de sus objetivos principales fue el de revelar al lector cómo un mismo hecho puede ser manipulado, tergiversado e interpretado por los distintos lenguajes que codifican la opinión pública : jurídicos, médicos, policíacos y periodísticos.
 La entrevista completa a Graeme Macrae Burnet de la que se han sacado estos dos extractos se encuentra en el blog totalnoir.



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Graeme Macrae Burnet
 nació en Kilmarnock, Escocia, en 1967. Vive y trabaja en Glasgow, donde estudió literatura inglesa antes de continuar sus estudios en la Universidad de St Andrews y trabajar después en televisión y dar clases en el extranjero. 
Ha sido nominado al premio Booker en dos ocasiones: en 2016 por Un Plan Sangriento (His Bloody Project) y en 2022 por Caso Clínico (Case Study), su cuarta novela, que consiste en una serie de cuadernos aparentemente enviados al autor en 2020 para ayudar en su investigación sobre un psicoterapeuta rebelde de los años 60.  También es autor de dos novelas ambientadas en Francia y escritas en un estilo influenciado por el novelista belga Georges Simenon: La desaparición de Adèle Bedeau (2014) y El accidente en la A35 (2017). 

lunes, 21 de octubre de 2024

BACCHUS - The Animation Workshop


Este corto se podría haber titulado, la Realidad y el Deseo o Cómo romper la rutina que nos acaba enterrando: despertador, metro, trabajo, bar, cama, despertador, metro, trabajo, bar, cama, despertador....la cadena de montaje del más puro aburrimiento. Pero en una de esas tardes tediosas la protagonista acaba conociendo a Baco... y le sigue a su mundo por un túnel caleidoscópico como una Alicia redimida.

El mundo que encuentra contrasta enormemente con el suyo. Allí hay color, música, personajes fascinantes, baile y aventura. Se dice que el que sigue a Baco es poseído y empoderado por el propio Dios.

El corto es sólo el proyecto de unos estudiantes pero el diseño, el contraste, el colorido y la utilización del 2D y el 3D resultan fascinantes.


viernes, 18 de octubre de 2024

La INFILTRADA - de Arantxa Echevarría

España, 2024


Que nadie lo dude. Esto es un thriller. Y de los buenos.
Vibrante, con una factura técnica impecable, actores creíbles y un ritmo y tensión de los que no dan respiro.

La película cuenta la historia real de una agente de policía que estuvo infiltrada en ETA y que ayudó a desmantelar el comando Donosti. Pero no es una película sobre ETA. Ni sobre política antiterrorista. Ni sobre la reivindicación de la mujer. Aunque el contexto histórico y social está perfectamente perfilado con un par de certeros trazos y sin necesidad de subrayado alguno. "La Infiltrada" es el relato de una operación policial contada con un ritmo admirable.

Parece mentira que hayan transcurrido trece años desde el fin anunciado de ETA cuando todavía hay políticos que quieren sacar rédito de esta carta marcada. "ETA está más fuerte que nunca", hemos tenido que oír hace pocos días, demostrando que algunos partidos y políticos juegan cualquier tipo de baza si calculan rédito. Por deleznable que sea. No representan a una sociedad española que ya está en otra época, orgullosa de haber puesto fin a una de sus más dramáticas lacras.




También he leído comentarios en redes quejándose de la abundante presencia femenina en la película, protagonista, guionistas y directora. Como si esto distorsionase la realidad o la propuesta. Al contrario. Tradicionalmente la historia la cuentan los hombres y de ahí viene un sesgo que suele ignorar la acción de las mujeres. Sea en arte, política o lo que sea. En este caso no hay ningún subrayado político o de género porque resulta innecesario y, además, el propio contexto histórico del argumento define por igual el machismo de la policía (todo el mundo desdeñó la elección de una mujer) y el de ETA, llena de tíos decididos a todo.

Yo creo que los hechos que cuenta son suficientemente potentes como para seducirnos sin necesidad de sandeces ideologizadas.



"La infiltrada" cuenta la historia de Elena Tejada, una agente de policía recién salida de la Academia de Ávila quien, con solo 20 años, fue reclutada para una de las misiones más peligrosa, infiltrarse en la banda terrorista ETA. Allí donde otros agentes fracasaron, ella consiguió permanecer infiltrada entre 1991 y 1999, logrando información clave para identificar a numerosos terroristas, desmantelar el comando Donosti y desvelar una parte importante de la red de colaboradores y pisos francos. 

El asunto no era baladí. La banda era un grupo muy cerrado, tejido con lazos muy estrechos y avales de hierro. Elena Tejada pasó a ser Aránzazu (Arantxa) Berradre Marín (interpretada con mucha solvencia por Carolina Yuste), una supuesta militante del Movimiento de Objeción de Conciencia de Logroño y llegó a convivir con dos etarras en un piso mientras preparaban los atentados.

El guión de Arantxa Echevarría y Amelia Mora se tensa entre dos polos, los personajes y la acción. Por supuesto en su centro está la evolución de esta agente sometida a presión máxima. Sola, intentando ganarse la confianza de gente desconfiada, en peligro constante de ser descubierta y fingiendo un personaje 24/7. Sus picos de confianza o de frustración y miedo están perfectamente reflejados y Carolina Yuste nos traslada con intensidad dramática esa situación límite. Elena/Arantxa tuvo que abandonar su vida. Estuvo ocho años en otro mundo convertida en otra persona, sin hablar ni ver a ningún familiar o amigo desde los 22 a los 30 años. Eso sí, exigió poder llevarse a su gato. 



Pero lo que más me ha llamado la atención es el formidable ritmo que la directora ha imprimido a su película. Las escenas y el montaje son precisos como un metrónomo. 
Todo está medido. Nada falta ni sobra. 
Todos los asuntos de interés tienen su expresión y encajan y suman. Las secuencias son cortas e intensas. Los diálogos lo expresan todo en tres frases. No necesita más de 20 segundos el jefe de policía (Luis Tosar) para advertirle sobre lo que será su vida (no podrás ver a tu familia, si te pillan nadie sabrá de ti, tendrás que jalear sus asesinatos como uno de ellos). En 20 segundos terribles ella vive su iniciación cuando está pegando carteles y se cruza con Txapote, justo al salir del restaurante donde ha asesinado a Gregorio Ordóñez. No necesita más de 20 segundos uno de los policías para calificar a los etarras de simples asesinos y descerebrados. En otros 20 segundos el etarra con el que convive le expresa sus ideales. Durante 10 segundos aparece el ministro del interior hablando de una tregua trampa. En 20 segundos intensos ella le grita a su jefe de policía que está harta y no puede más y él logra recordarle la importancia de su misión. 
Eso es lo bueno. 
Está todo pero muy medido y nada estorba en el derrotero de esta policía que se está jugando la vida. 

Y además tiene suspense. La tensión es constante en todo el metraje reflejo del riesgo y la opresión diaria que experimenta la protagonista. La tensión máxima la vivimos cuando llegan las cagadas (hay varias) en las que Arantxa se asoma al precipicio de ser descubierta, haciendo que se nos encoja el corazón. 



Carolina Yuste demuestra un enorme talento en escenas de gran complejidad emocional. Es capaz de pasar con fluidez, a veces en el mismo plano, de la contención al desgarro, del miedo a la repugnancia o de la angustia al sentido del deber. La película también demuestra que la directora Arantxa Echevarría es una excelente directora de actores. No hace falta que hable de Luis Tosar, ya es un grande que como John Wayne sólo tiene que aparecer y decir su texto.

Pero ahí están unos secundarios muy bien caracterizados. Como los tres policías que prestan apoyo a la misión (interpretados por Víctor Clavijo, Nausicaa Bonnín y Pedro Casablanc) o los dos etarras con los que llega a convivir a Arantxa (interpretados por Iñigo Gastesi y Diego Anido). Ninguno resulta plano. Cada uno tiene un dibujo diferenciado. El Kepa que interpreta Iñigo es más novato e idealista, mientras que Diego Anido nos traslada el carácter de un asesino despiadado.
 


Arantxa Echevarría busca reflejar en sus películas experiencias verídicas que posean un gran trasfondo social y carga emotiva. Así se puede apreciar en Carmen y Lola (2018) y en Chinas (2023). Aquí sigue esa tónica. 

En palabras de la directora: “Ha sido un viaje personal y emocional al País Vasco de mi infancia, al dolor, al recuerdo, a intentar comprender el sinsentido. Lo que me llamó la atención del proyecto, cuando me lo presentaron fue la propia Arantxa, la policía infiltrada. Hicimos un viaje. El viaje de meternos en la piel de una chica de 22 años en el momento en que uno tiene sus primeros amores, sus primeras fiestas, sus primeros viajes… En ese momento vital decide ponerlo todo en pausa y estar ocho años fingiendo ser otra persona. Ocho años dentro de una mentira para conseguir algo tan intangible como el bien común. Era una mujer en los 90. Y solo por eso pasó desapercibida. Esta película pretende darle las gracias”.





Bonus Track________________________________________________________
En este artículo hay un estupendo resumen de las películas y puntos de vista sobre el asunto ETA en el cine español.

miércoles, 16 de octubre de 2024

LA NOCHE de MARGARET ROSE - de Francisco Tario






Serie NarracionesExtraordinarias


















ecía la carta, escrita poco menos que ilegiblemente:

                   X. X. Esq.,
           97 Cromwell Road
              Londres S. W. 7.

                Margaret Rose Lane, inglesa, de 28 años, casada con
         un multimillonario yanqui, lo invita a usted muy íntimamente 
         a jugar al ajedrez el sábado en la noche.

   Y al pie, con caracteres de imprenta, aparecía una serie de indicaciones muy minuciosas referentes a la situación exacta de la finca, sobre la ruta de Brighton, a unos veinticinco kilómetros de la costa.

  Margaret Rose Lane, en mis borrosos recuerdos, se reducía exclusivamente a esto: a una chiquilla muy pálida, etérea, vestida de verde y que jugaba al ajedrez admirablemente.
     Escarbando en la memoria, logré, no obstante, reconstruir más tarde determinados pormenores.

     Nos conocimos en Roma —no acierto a precisar con ocasión de qué sencillo incidente— en la iglesia de San Sebastián, momentos antes de descender a las catacumbas. La acompañaba, creo, una institutriz francesa, présbita o algo por el estilo, y la chiquilla debía contar por aquel entonces diecisiete o dieciocho años. Recuerdo con singular perfección, por cierto, la figura de ella en el antro subterráneo, un poco adelante de mí, portando la misteriosa vela encendida, y cuyos reflejos azules o grises temblaban sobre su cabellera negra como una lengua de fuego sobre cualquier superficie húmeda. Resultaba indescriptiblemente sugestivo el contraste de los dos personajes que precedían: el guía —un carmelita de cabellos rizosos y nariz aguileña— y aquella espiritual muchacha, silenciosa, tímida, frecuentemente suspirante, que caminaba altivamente por entre las fosas abiertas y los cráneos diseminados.
   Tres veces más nos encontramos. Una, fortuitamente, en el Foro Romano, y las restantes, de común acuerdo, en su propio hotel —¿Hotel Londres?— acompañada de sus familiares. (No recuerdo en qué número, pero tres probablemente.) Durante estas dos últimas entrevistas me fue dado comprobar con natural sorpresa la habilidad poco común de la joven para jugar al ajedrez. Creo que no logré ganarle una sola partida.
     Ya a punto de despedirnos la última noche —ellos zarpaban de Nápoles próximamente— recuerdo muy bien que me dijo:
     —Pronto, muy pronto, Mr. X, se olvidará usted de Margaret Rose…
     Esto no tiene mayor importancia y lo habría olvidado sin lugar a dudas, a no ser por lo que ocurrió a continuación.
    Nos hallábamos ambos en la sala de lectura del hotel, sentados ante una mesita cuadrada, con mi rey en jaque mate, cuando la joven tendió su mano sobre el tablero y añadió compungidamente:
     —¿Por qué es tan ingrata la gente, Mr. X?
  Yo aduje no sé qué falso y estúpido razonamiento, pretendiendo disuadirla de tan amarga verdad, mas contra lo que podría esperarse, su reacción fue de lo más inusitado. Retiró el brazo lentamente, palideció de un modo angustioso, clavó en mí sus ojos febriles y balbució con un acento, diré de justo sonambulismo:
     —Está bien. Sí, no nos volveremos a ver más… Acto seguido se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar desconsoladamente.
     Apareció la dama francesa, y he aquí lo más singular del caso. Lejos de mostrarse sorprendida o alarmada, se aproximó silenciosamente a la chiquilla, la ayudó a incorporarse ofreciéndole la mano y procedió a secar sus lágrimas, según se hace con una criatura. Entonces, dirigiéndose a mí, con la gravedad más embarazosa, suplicó:
     —Disculpe usted, caballero. Creo que le sea fácil comprender.
   Las vi alejarse rumbo al vestíbulo y nunca más volví a ver a Miss Margaret Rose.
     Yo regresé a América, y veinte días después de mi llegada a Nueva York recibí inesperadamente una tarjeta postal desde Londres. Margaret Rose me recordaba, «agradeciendo infinitamente los excelentes ratos que le había deparado en Italia».
     Ésta, su imprevista y extraña misiva de hoy, es, a partir de aquella fecha, la primera noticia suya.
     ¡Cuán sensacional e insospechada es a pesar de todo la vida!



   A mis cincuenta años, con el cabello blanco y roído el espíritu por un sinfín de achaques físicos y morales, me satisface plenamente percatarme de las reservas de optimismo y vigor que aún conservo bajo estos huesos. No es común ni mucho menos que un hombre en semejantes condiciones logre hallar algo realmente interesante o atractivo en las sencillas y melancólicas cosas que nos rodean. El amor, la perfecta salud física, la avidez por tanto placer ignorado, exageran las bellezas existentes. Un día azul y cálido nos exalta; una luna redonda y limpia nos conmueve; sentimos, como parte de nuestra circulación sanguínea, el flujo y reflujo de la marea; la música nos arranca lágrimas o gritos de insensato júbilo; el alcohol remueve nuestros más profundos instintos; la noche nos place por obscura y propicia; el día, por luminoso y alegre. Y ese vibrar de nuestros músculos, ese estampido continuo de nuestro corazón, esa hambre insaciable de todas nuestras potencias físicas e intelectuales, dotan a la realidad de un ropaje opulento de lozanía, transparencia y ardor. De un ropaje que, por desdicha, va destiñéndose lamentablemente a medida que el tiempo avanza, hasta que definitivamente, inexorablemente, como una bella tarde que concluye o un cacharro que se rompe, nos encontramos rodeados de una inanición, una frialdad y unas espantosas tinieblas.
    A través de la ventanilla del ferrocarril, contemplo ahora el campo fecundado por los transportes de la primavera. Una dulce y variable brisa mece los juncos, los tallos vivos de las flores, las ramas irisadas de los árboles, la ropa blanca puesta a secar sobre las piedras de los corrales. Pasta o abreva el ganado, sumergidas sus pezuñas en el corazón húmedo de la hierba. Cruzan ligeras y alegres las golondrinas, chillando estridentemente. Los arroyos tiemblan con un temblor divinamente musical y tierno. El humo azul o pardo del carbón se tiende alto, alto, bajo el firmamento metálico, desgarrándose en fragmentos —nubes sin coordinación, inconsistentes, absorbidas fatalmente por esa inmensidad solemne y luminosa—.
     Y yo experimento, en virtud de estos nada sensacionales y siempre repetidos acontecimientos, una impresión de impaciencia que recuerda la del sediento frente a un manantial de agua pura y susurrante. Como un genuino adolescente o un ser que jamás ha rebasado los linderos de sus comarcas, presto una atención desmedida a cuanto se desarrolla a mi alrededor. Lógico sería, no obstante, que tras recorrer la mitad del mundo y presenciar —y sufrir también— hechos por demás dolorosos, esta campiña inglesa tan lisa, tan insubstancial, tan flemática, me impulsara a desdoblar el diario y apartar mi vista de lo que mi vista ha contemplado innúmeras veces. Pero lejos de ser así, miro al sol bajar, bajar allá en el horizonte, y en mi interior algo también desciende, se ensombrece, calla, y temo —algún día necesariamente ha de ser— que fenezca.
     Tal noción de lo inevitable y la luz que se va extinguiendo ocasionan, como de costumbre, que mi ánimo decline y mis pensamientos sean más densos.
     Tiro, pues, de la cortinilla, y en el solitario compartimiento del express me entrego a otro género de reflexiones.
    Margaret Rose… Margaret Rose… ¡Cuán lejano y obscuro se me representa aquel encuentro! Como si hubieran caído otros diez años a partir del día en que recibí su última carta, escasamente logro ahora revivir el más insignificante detalle. Sin embargo, no he dejado de pensar en todo ello durante los últimos días; no he cejado, hasta obtener de mi memoria una información conveniente. Y repito, hoy, ahora más intensamente que nunca, la existencia y proximidad de semejante mujer se me antoja absurda.
     Leo y releo su incomprensible mensaje, que conservo en el bolsillo.
    Margaret Rose… Cierro los ojos, con objeto de acoplar bien sus rasgos fisonómicos y, en cambio, evoco intempestivamente un ademán suyo, olvidado por completo: aquel de extender su mano fina y blanca hacia una pieza del ajedrez, tocarla después por la punta y hacerla al fin deslizarse sobre el tablero con un movimiento raudamente misterioso… Margaret Rose… singular y extraña criatura, siempre vestida de verde, a quien veo ahora reclinada contra un árbol, exhausta, sofocada por el tórrido sol italiano, observando cuanto la rodea con una expresión peculiar de insensibilidad o desconfianza… Margaret Rose… en la actualidad casada con un multimillonario yanqui…
     El tren da una brusca sacudida, se detiene ruidosamente, y cruzan por el pasillo en ese instante gran número de viajeros con su exiguo equipaje en la mano.
     … ¿Una chocante aventura de amor? ¿Un candoroso e inocente rapto de sentimentalismo? ¿Una excentricidad, entre infantil y enfermiza, de una mujer rica y joven que se aburre? ¿Un propósito secreto, una necesidad urgente y grave de ayuda, insoluble para mí, pero angustiosa e intransferible para ella? ¿Un chantaje? ¿Una cobarde venganza de mis numerosos enemigos…?
     Cuando echo pie a tierra, un hombrecillo azafranado se me acerca en el andén de la estación e inquiere mi nombre. Tan luego me identifica toma mi maleta decididamente, invitándome con un gesto a seguirlo. Él delante, yo detrás, cruzamos la sala de espera, descendemos unos peldaños negruzcos y llegamos hasta un espléndido carruaje tirado por un magnífico tronco de caballos blancos.
     De la obscuridad total de la noche emergen a ambos lados del camino aisladas luces muy débiles, a cuyo resplandor, sin embargo, el follaje adquiere una vivacidad submarina y misteriosa. Los caballos, en pleno galope, se internan por regiones profundas, inusitadamente sombrías, y cuyo murmullo es en extremo agradable. Las curvas son numerosas, a veces muy pronunciadas, y yo tengo que asirme fuertemente del vehículo a fin de no salir despedido. Percibo, casi a intervalos iguales, el golpe del látigo en el aire. Croan las ranas en un próximo estanque que adivino, desaparecen ocasionalmente los faroles, los caballos aceleran su marcha y, arriba, un puñado de insignificantes estrellas tiembla sobre el cielo cárdeno y compacto.


   De pronto, las luces de una casa que a simple vista me parece gigantesca se destacan sobre las copas de los árboles, a regular distancia. Nos detenemos frente a una gran verja, cubierta a tramos por floridas y exuberantes enredaderas. En el edificio —simultáneamente a nuestra llegada— se van apagando las luces, hasta quedar una sola ventana iluminada en la planta alta. Se apea el cochero y yo lo imito, disponiéndome a seguirlo. Enciende una lamparilla eléctrica. Durante diez minutos, más o menos, bordeamos la enorme huerta, bajo una imponente masa de fronda que el viento arrulla blandamente. Una pequeña puerta ojival, empotrada en el espeso muro a manera de cripta, parece ser de momento nuestro destino. Mi acompañante posa la maleta, extrae una llave del bolsillo, introduce ésta en la cerradura y la puerta cede, no sin cierta resistencia. En el interior la luz es escasa, algo amarillenta y titubeante. Ascendemos a tientas a lo largo de una empinada escalera de caracol que trepa hacia las tinieblas. Las paredes desnudas, la ausencia total de mobiliario y cierto olor penetrante a guisos y especias, me advierten que nos hallamos en la zona de servicio. Empero, no se escucha ruido o voz alguna, cual si la casa estuviese deshabitada o todos sus moradores durmieran.
    Ya arriba, cruzamos un vasto corredor de piedra, que cubre raída alfombra escarlata. Otra puerta que franqueamos. Un pequeño recibidor, totalmente a obscuras, y una puerta más, contra la cual el cochero golpea enérgicamente. Pretendo, a un tiempo, hacer aceptar a éste una propina, dando por terminado mi viaje, pero él rehúsa una vez y otra. Desaparece al cabo con mi equipaje y yo distingo los pasos blandos de alguien que se aproxima en la silenciosa estancia. La puerta, en efecto, se abre, y me encuentro de manos a boca con Margaret Rose Lane en persona.
    Margaret Rose —ahora sí recuerdo— exactamente igual a como la conocí hace diez años. Igual de lánguida, de pálida, tal vez un poco más frágil, con sus dos ojos negros, fenomenales —¡no sé cómo haberlos llegado a olvidar tan fácilmente!— y su cabellera negra, lacia, recogida sobre la nuca.
   Permanecemos en pie uno frente a otro, en silencio, mirándonos atentamente. Ella esboza una sonrisa y yo, sin explicarme la causa, no encuentro nada oportuno que decir. Lo intento en vano repetidas veces.
     —Margaret… —articulo al cabo trabajosamente.
    Muy grave, muy aérea, con su bata verde hasta los tobillos, cierra la puerta con llave y me muestra un asiento.
     Ocupo el sillón, exageradamente mullido y amplio, del cual emerge mi tronco como el de un exiguo arbusto en una gran zanja. Se sienta ella frente a mí, con una extraña impasibilidad en el rostro. Nos separa una mesita de ajedrez con las piezas listas. Arde —no sé por qué razón en primavera— un fuego gigantesco en la chimenea de piedra. El salón parece inmenso, dando la impresión de hallarse vacío.
    —Margaret… —prorrumpo de nuevo; y mi voz es tan lejana que me sorprendo de ser yo mismo quien esté hablando—. ¿Es todo esto acaso un sueño?
     Ella sonríe, fijas, fijas sus fenomenales pupilas en mí.
   —¿Es esto un sueño? —repito instintivamente, tratando de provocar otra vez aquel terrible eco que se escurre por los muros, casi corpóreo.
     Ríe y no habla, tal vez complacida de mi turbación.
     Y en efecto: una desazón agudísima, completamente indescifrable, vase apoderando de mí a cada minuto que transcurre. Una sensación por demás extraña, ni de incomodidad o angustia, ni de ansiedad o sobresalto, ni de pavor o desconfianza, sino propiamente de vacío, de inestabilidad o ausencia, como si mi personalidad, pongo por caso, fuese anulada gradualmente por otra personalidad intrusa que ocupara su lugar. Bien como al despertar de un sueño, bien como al entrar en él…
     —Margaret —insisto; y del techo se desploma una voz que no es la mía—: «Margareeeet».
     Continúo:
     —No sé de qué singular impresión he sido víctima al penetrar en este lugar y encontrarme con usted de nuevo. ¡Discúlpeme! Cuando recibí su carta, hace apenas unos días, me sentí poseído por un vivo afán de recordar, recordar juntos y libremente aquellos lejanos momentos de Italia. Pero ahora, vistas sensatamente las cosas, no sé si deba reprocharme el haber acudido a la cita. No es prudente ser irreflexivo y considero haberlo sido esta vez de sobra…
     Ríe, ríe ella; mostrando sus dientes pequeños, cuadrados. Y la risa le agita el cuerpo y se estrella después contra los muros, con un sonido semejante al que produce el granizo golpeando un tejado de lámina.
     —No, no es prudente lo que hemos hecho…
     No cesa de reír, tapándose el rostro con ambas manos, y estoy a punto de saltar sobre ella para hacer cesar de una vez por todas aquella risa.
   —¿Se burla usted de mí? —exclamo reprimiéndome, pero comprendiendo ya que algo más grave y siniestro se esconde tras de aquellos labios convulsos.
     Ríe, ríe y me mira, un poco ladeada la cabeza.
     —¿Es para esto, Margaret Rose, es para esto para lo que usted me ha hecho venir a su casa? ¿Es para esto…?
     Una sobreexcitación inaudita se ha apoderado ya de mí. No acierto a coordinar bien mis reflexiones y mucho menos a buscar un medio juicioso de acallar aquella risa que, penetrándome por los oídos, se derrumba en las tinieblas de mi cuerpo resquebrajándome los nervios.
     —¡Basta, basta ya, Margaret! —suplico incorporándome, aunque sin decidirme a ir hasta ella—. Es posible que se halle usted fatigada, un poco enferma… Convendría que se retirara a descansar ¿le parece? ¡Le prometo volver en cuanto usted me lo indique!
     Ríe ahora más escandalosamente, examinándome de arriba abajo. Ríe, y aquella catarata de risa que amenaza con no terminar nunca le ha sonrojado levemente las mejillas y llenado de lágrimas los ojos. Ríe, y en la lóbrega intimidad de la estancia aquella boca abierta, crispada, se ilumina intermitentemente con el fulgor de las llamas. Ríe, ríe, mientras me apresto a salir, encaminándome hacia la puerta. Pero de pronto calla.





     Y un silencio desmesurado, sobrenatural, se extiende en torno mío; un silencio no semejante a ningún otro, que me hace detenerme. Vuelvo el rostro, temiendo encontrarme con un cuerpo exánime sobre la alfombra y me hallo, en cambio, con un semblante hierático, frío, perfectamente inmóvil, sobre un cuello erizado y firme como la punta de una roca. Nos miramos desconfiadamente, tal vez asustados de nosotros mismos. Permanecemos así largo rato, yo al extremo opuesto de la estancia. El silencio o mi sangre zumba. Llamean los leños. Y, maquinalmente, como si aquella extraña personalidad a que he aludido antes actuara ahora sobre mis músculos, hasta tal punto que todo intento de defensa es vano, giro en redondo, vuelvo sobre mis pasos, torno al sillón, y me siento.
     Enorme, profundo y alucinante es el silencio que reina.
  Pero Margaret Rose echa atrás la cabeza, entrecierra un poco sus fenomenales ojos y musita con una languidez malsana, moviendo rítmicamente los labios:
     —¡Esta estúpida risa!
     Suspira.
     —¡Es horrible esta risa, Mr. X! ¡Horrible horrible esta risa que no sé de dónde me brota…!
    Yace inmóvil, con una visible expresión de tristeza, en un completo abandono, dejando fluir las palabras, dulces, acariciantes, dolorosas.
    —Horrible horrible, porque en las noches, cuando todos duermen y nadie escucha, la risa anda por ahí suelta, golpeándose contra las puertas siempre cerradas. ¡También son horribles las puertas cerradas, Mr. X!
     No sé qué especie de fascinación emana de su rostro, ahora extático.
    —Contra una puerta cerrada uno llama ansiosamente y nadie abre… Contra una puerta cerrada no queda nada qué hacer: sólo reír, reír, y la risa es un tormento. ¡Mas ni aun así se abre! Podemos dejar allí nuestras entrañas, caer sin sentido o volvernos locos, y no hay una sola mano que empuje la puerta… ¿No es esto detestable, Mr. X?
     Más y más su inmovilidad se intensifica, y su mirada se pierde en la bóveda invisible, y sus palabras brotan enervantes, demasiado lentas, como un veneno mortífero aunque de sabor extraordinariamente exquisito.
     —¡Esta maldita risa!
     Otra vez el silencio insufrible.
    Y una idea pavorosa, incomprensiblemente olvidada, se ilumina en mi cerebro. Una idea de cuya naturaleza no habla tenido hasta ahora el menor atisbo y que me deja paralizado allí sobre el asiento, en estado poco menos que inconsciente.
     «Margaret Rose Lane había fallecido hace tiempo».
   ¿Cuánto? No puedo aclararlo en tan espantosos momentos, pero la certeza de tal hecho no ofrece lugar a dudas. Tal vez cinco años, seis… ¿Acaso no recuerdo muy distintamente el momento preciso de recibir la noticia? Un diario en el club, cierta noche…
     —¡Margaret! —exclamo incorporándome bruscamente, con un temblor irreprimible en los labios—. ¡Margaret! ¿Es cierto?
     Debió sobrecogerla mi voz, el sudor que me arroyaba por las sienes, mi expresión indudablemente diabólica, porque su actitud es por completo distinta a la adoptada hasta ahora. Se incorpora también, avanza sin ruido —como un verdadero fantasma— y muy próxima a mí, hasta hacerme sentir la tibieza de su aliento, pregunta:
     —Mr. X, ¿qué le ocurre? ¿Se siente usted enfermo? ¡Oh, tranquilícese!
    —¡Margaret! ¡Margaret! —prorrumpo retrocediendo, tratando de evitar a toda costa el menor contacto con aquel ser abominable—. ¡Dígame la verdad, es preciso!
 —¿La verdad? —sonríe muy tristemente y, ante mi creciente anonadamiento, reclina con suavidad su cabeza en mi hombro—. La verdad, Mr. X, es que soy muy desdichada…
     Prosigue:
    —¡He pensado en usted como no puede imaginarse! —y dos lentas y amargas lágrimas le arroyan hasta los labios, se le desprenden del rostro y saltan sobre mi hombro—. ¡Mi vida pudo haber sido tan distinta…! Pero era aún una chiquilla, ¿me recuerda usted bien? No tuve valor. ¡Oh! Si aquella misma tarde la tierra se hubiera desplomado y todo hubiese concluido en un segundo habría sido mejor…
     Llora, llora, y ambos, de pie junto a la lámpara encendida, no somos sino dos seres absurdos, especie de ilusiones, cuya presencia habría sobrecogido al ánimo más templado de la tierra.
    —¡Algún día si usted gusta le haré mis confesiones y usted se horrorizará! ¡Qué terrible, oh, qué terrible y espantoso ha sido todo!
      Mira con inquietud repentina a todos lados, como temiendo que esté por presentarse aquello de lo que tan desesperadamente habla.
     —Cuando subíamos de las catacumbas, sobre el último peldaño de la escalera, usted me ofreció su mano. Era ya dentro de la iglesia… El carmelita aguardaba… Mademoiselle Fournier se había quedado un poco atrás… Yo dije: «Lléveme con usted para siempre, se lo ruego». Era mi salvación, la única oportunidad de ser realmente libre. Pero el miedo ahogó mi voz y usted no me oyó, Mr. X. Ni al día siguiente, ni después, volví a atreverme; no, no me atreví. ¡Y el drama no tuvo remedio!
     Sus cabellos fríos rozándome el rostro y el temblor convulso de sus brazos alrededor de mi cuello son las dos únicas cosas que percibo con mediana realidad. El resto: aquella voz melodiosa y titubeante; el fuego que vomita la chimenea; los muros altos y ennegrecidos; los muebles en las sombras; las lágrimas ya frías sobre mi carne… son testigos confusos y horripilantes del dolor de una mujer infame que sufre sobrehumanamente, con dolores nada parecidos a los de los hombres.
    —¡El drama no tuvo remedio! ¡El drama no tuvo remedio! —insiste ciñéndose a mí.
     Y otra voz en las alturas, por encima de la gran araña en penumbra, repite melancólicamente: «¡El drama no tuvo remedio!»
     Criatura inconsolable, infinitamente desdichada, víctima tal vez de algún tormento monstruoso y secreto, Margaret Rose vacía su alma en mi alma; y yo, progresivamente, sin esperanza, inevitablemente, como un moribundo en su sopor, voy abandonándome al éxtasis, a cierta especie de ebriedad espiritual —no sé si inconsciente o tácita— y a un desmoronamiento físico, típicamente agónico. No obstante, mediante un segundo de lucidez intensísima capaz de iluminar el cerebro de todos los hombres, logra sustraerme al hechizo de aquella voz de ultratumba y me desprendo de la mujer con violencia. La arrojo contra el asiento. Cae ella del primer golpe, su débil cuerpo enrollado como un trozo de serpentina. Negros, fenomenales los ojos, fijos en mí sin expresión alguna.
     Puedo gritar:
    —¡Estás muerta! ¡Estás muerta! ¡No oses moverte más porque estás muerta!
    Y ella calla, infinitamente triste, mirándome bien a los ojos, con una mirada tan semejante a la de un perro, que me estremezco.
     —¡Estás muerta! ¡Estás muerta! —continúo gritando—. ¡Aparta, porque estás muerta!
     De pie, bajo el invisible techo, pregoné mil veces creo durante la noche entera la verdad pavorosa y escalofriante. Y creo también que, durante todo ese tiempo, sus ojos no pestañearon o se movieron, fijos, fijos en mí, fenomenales y negros.
     —¡Estás muerta! ¡Estás muerta!
     Debió ser un rapto de locura mutua, no sé.
    A poco, Margaret Rose tendía graciosamente su mano blanca y larga hacia un alfil del tablero y, haciéndole deslizar por entre las demás piezas, balbucía tiernamente, con su voz cálida y tranquila:
     —Jaque mate.
     De nuevo me derrotaba, y de nuevo iniciábamos otra partida.
     —Jaque mate —otra vez.
     Así repetidas veces.
     —¡Oh, Margaret Rose!, juega usted admirablemente.
   Y el humo de nuestros dos cigarrillos se mezclaba en la atmósfera pesada, ascendía hasta el techo, formaba bellas nubes ondulantes y se perdía, perfumado y alegre, en las dulces sombras nocturnas. Y reíamos confiadamente, y evocaba ella con frases interrumpidas tantas y tantas olvidadas reminiscencias: el carmelita austero, de espesos cabellos ensortijados, que pronunciaba el inglés con cierta entonación sollozante; los pinos lánguidos y solitarios de la Vía Apia, semejantes, en los atardeceres romanos, a largas copas de zafiro, rebosantes de un vino denso y escarlata; el Pincio, con sus fuentes espumosas; Santa María la Mayor, San Pietro in Vincoli; el Trevi, el Foro, las negras rejas de encaje… Y las piezas se deslizaban sobre el tablero, gemía muy dulcemente la brisa, asomaba a intervalos la luna, y un bienestar casi voluptuoso me recorría las venas.
     No, no logré derrotarla.
     —Admirablemente, admirable… —exclamo al fin, dándome por vencido.
   Mas, inopinadamente —clarea ya el alba—, Margaret Rose me mira aterrada, pálida como un trozo de mármol. Sus ojos rebasan las órbitas, sus brazos tiemblan convulsamente. No sé qué dentro de ella, como un pájaro endemoniado, comienza a despertar y manifestarse. Chasca los dientes, gime, contrae los músculos del cuello, trata de apartar la mesa con sus piernas rígidas, se endereza un poco, ríe, y, al cabo, lanza un pavoroso grito, increíblemente prolongado que recorre la estancia y después huye por la casa. Fijos, fijos en mí sus fenomenales ojos, parecen no lograr desasirse de algo que los cautiva, que los subyuga, que los espanta y los somete irresistiblemente. Me pongo en pie, sobresaltado, comprendiendo que algo muy grave sucede. La llamo inútilmente por su nombre; la sacudo por los hombros; fríos, fríos están sus brazos y cubierta de sudor su frente…
     Ha transcurrido el tiempo y aún aquel grito se enrosca afuera entre los árboles.
     —¡Margaret! ¡Margaret Rose! —imploro.
     Y los ojos fijos, irracionales.
     —¡Margaret Rose!
     Suenan pasos cercanos y una puerta se abre. De la penumbra, no sé a través de qué cortinajes o sombras, emerge un hombre en pijama, alto, joven, atlético. Viene descalzo y con los cabellos enmarañados sobre la frente. Justamente conturbado, no repara en mí. Por el contrario, cruza a mi lado a toda prisa, en dirección a la joven. La acaricia, la besa, le ordena unos cabellos sueltos tras de la oreja. Se sienta sobre el brazo del sillón.
   —Margaret Rose… Mi pobre Margaret Rose… —le dice persuasiva, doloridamente, pasándole sin cesar la mano por la frente.
    —¡Caballero! —me decido a exclamar, con un febril estremecimiento en los párpados.
    Mas el hombre continúa sin advertirme, acariciando aquel exangüe y sudoroso cuerpo.
     —Margaret Rose, anda a dormir, criatura… Otro día jugarás al ajedrez, ¿te parece? Margaret Rose, obedéceme…
  —¡Caballero! —grito por segunda vez, con todas mis fuerzas—. ¡Caballero!
     Margaret Rose abre suavemente los ojos y, al verme de pie frente a ella, torna a gritar tan frenéticamente como antes, señalándome con un dedo.
     —¡James! ¡Ahí está, ahí…! ¡Míralo!
     Y se desploma sin sentido.
    Su marido mira hacia donde yo estoy —rozándole casi la espalda— y mueve tristemente la cabeza. Luego, con su esposa en brazos, cruza a mi lado misteriosamente. Así los veo desaparecer, lúgubres, silenciosos, lentos, por entre los cortinajes rojos…
    Y yo descubro, alarmado, que no soy ya sino un melancólico y horripilante fantasma.


lunes, 14 de octubre de 2024

TOP BOY - creador RONAN BENNETT






"Top Boy" es una joya.
El retrato que hace de un suburbio de Londres es brutal y sórdido, pero es que -además- su seña de identidad son los personajes, intensamente cotidianos, de carne y hueso.

La acción transcurre en el suburbio ficticio de Summerhouse, en el extrarradio de Londres, un barrio de aluvión donde se hacinan todo tipo de inmigrantes (caribeños, chinos, africanos, árabes,...) en medio de la pobreza y la falta de oportunidades.

Dushane (Ashley Anthony Walters) y Sully (Kane Robinson) son dos jóvenes de ascendencia jamaicana que fueron amigos íntimos en la infancia, pero sus derroteros los han llevado a enfrentarse para ver quien es el Número Uno, el Top Boy de su deprimido barrio. Sólo uno puede ascender hasta la cima y reinar sobre Summerhouse... aunque solo queden cenizas sobre las que gobernar. 

Top Boy se compone de 5 temporadas que han tenido un camino bastante accidentado. Las dos primeras se emitieron en Channel 4 en 2011 y 2013 respectivamente. Tuvo buena crítica y público fiel, pero fue cancelada. Sin embargo el rapero canadiense Drake era tan fan de la serie que movió todos los hilos posibles hasta que Netflix la retomó, con él como productor ejecutivo. Esas dos primeras temporadas son conocidas como Top Boy: Summerhouse, mientras que Netflix presenta su continuación como T1, T2 y T3. Hay que reconocer que con Netflix subió el nivel, la representación del "gueto" resulta menos estereotipada, aumenta el papel de las mujeres y hay una humanidad más palpable en el drama. 



Así que la T1 de Netflix comienza con los cabecillas fuera de Summerhouse. El tiempo en que manejaban el cotarro a su antojo ya es pasado. Ahora Dushane está huido malviviendo en Jamaica mientras que Sully está en prisión, tratando de mantenerse íntegro ante su inminente liberación. Cuando ambos vuelven a las calles de su barrio con sed de poder y dinero, se encuentran con competencia. El hueco dejado por la vieja guardia lo está aprovechando Jamie, un joven e implacable traficante que está dando forma a una nueva banda.

Top Boy ha sido comparada con el clásico The Wire, de David Simon, por el retrato seco y a pie de calle de todo un ecosistema de drogas, corrupción y crimen. En el clásico de Simon el centro de atención eran las escuchas de la policía y una corrupción que afectaba a barrios enteros, políticos y policías de la ciudad de Baltimore. En el caso de Top Boy también se dibujan los trapicheos y los problemas de las líneas de abastecimiento (hasta hay una ramificación con España donde aparece Hugo Silva). La diferencia es que en Top Boy apenas hay policía, el drama se concentra en las bandas y las gentes del barrio.



El relato es de un realismo doloroso, sin un ápice de artificio. La cámara sale desnuda a la calle para atrapar la feroz realidad de este barrio deprimido y en manos de las bandas. Aunque no esperes encontrar allí glamurosas mafias, cochazos y trajeados matones. En Summerhouse todo se orienta a la urgencia de sobrevivir y salir de la pobreza. Su creador, Ronan Bennett no hace concesiones; no importa que sean niños, mujeres embarazadas o jovencitos de color con grandes notas en el colegio. Si todo tiene que salir mal, saldrá mal, y ver la serie puede suponer salir herido por lo verosímil y convincente del relato.

Hay madres honradas que se matan a trabajar para poder ofrecer un futuro a sus hijos. Hay jóvenes buscándose la vida y personas sin papeles que hacen cualquier cosa para sobrevivir. De todo eso se aprovechan las bandas para mantener activa su guerra por el "territorio" y su máquina de triturar personas. Lo cual no es mucho peor que el "sistema" que los obliga a vivir bajo la amenaza de la policía de inmigración. Ronan Bennett también cuenta con pasión estas pequeñas subtramas, como por ejemplo cuando la policía saca a rastras a una mujer de su casa por no tener pasaporte. Nadie tiene en cuenta que cuando la trajeron a Inglaterra era un bebé y entonces no lo exigía el gobierno. De ahí que en el apoteósico final se entrelacen el ajuste definitivo de cuentas entre los dos cabecillas y la explosión social de las gentes del barrio incendiando coches de policía y destruyendo propiedades. 

Little Simz en el papel de Shelley


La rapera Little Simz interpreta a una esteticista del barrio y ella misma creció no muy lejos de Hackney, lugar donde se supone que se desarrolla la trama. En una entrevista en The Guardian avalaba el naturalismo de la serie: "He presenciado de primera mano cada historia que se cuenta en la serie. Incluso conozco en la vida real al personaje que interpreto. Es algo muy cercano a mi hogar".

La serie es apasionante. Desde el minuto uno sabe lo que quiere, retratar visceralmente a las pandillas y su caldo de cultivo sin olvidar las relaciones familiares que las atraviesan. El deseo de poder y estatus son temas centrales, pero ni más ni menos que el interés que muestra por la situación social y familiar de estos barrios abandonados a su suerte. Aquí se palpan problemas tan acuciantes como la alienación por estar sin papeles o sin trabajo, la pobreza persistente, la adicción a las drogas, la salud mental o el ser madre soltera.




Las líneas narrativas abarcan múltiples personajes, todos complejos y cotidianos, que sobreviven como pueden en medio de la violencia y el drama familiar. Niños, limpiadoras, peluqueras, asistentes sociales y ricachonas forrándose con la miseria de los desfavorecidos. La serie les dedica tiempo todos. Tiempo para revelar los lazos emocionales y psicológicos que los mantiene conectados. Sorprende ver al violento Sully actuar con suma ternura con su exmujer mientras intenta retomar la relación con su hija. También hay tiempo para recorrer las circunstancias del bondadoso niño Ats, que lo llevan a convertirse en camello y verse en el centro de un enredo mortal. Y por supuesto hay tiempo para profundizar en la relación entre Dushane y Sully o para mostrar cómo el líder emergente, Jamie, protege a sus dos hermanos pequeños, manteniéndolos lejos de la mierda y centrados en sus estudios. ¡Si hasta asiste a las reuniones del colegio con el tutor de su hermano Stefan!




La serie cuenta el día a día de unos personajes por los que se llega a sentir empatía merced a su voluntad de abrirse paso en la vida mientras potencian sus lazos familiares. Dushane, Sully, Jamie o Jaq son unos bastardos despiadados y reprobables, pero en tu corazoncito esperas que consigan una vida mejor. Hacia el final Sully le confiesa a su compañero y enemigo: "Si no somos monstruos, somos comida. Y yo nunca podría ser comida".






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Los dos protagonistas ya eran unos reconocidos raperos: a Dushane lo interpreta Ashley  Walters conocido como "Asher D" y a Sully le pone el careto Kane Robinson, más conocido como "Kano". 
T1  4  episodios  2011
T2  4  episodios  2013
T3 10 episodios  2019
T4  8  episodios  2022
T5  6  episodios  2023