martes, 10 de diciembre de 2024

NADIE TE SALVARÁ - de Brian Duffield




La joven Brynn (Kaitlyn Dever) vive feliz aislada en su casa de campo. Pasa el tiempo construyendo maquetas y escribiendo cartas a su amiga más querida. Pero este deleite de su soledad se rompe el día que recibe la visita de unos extraterrestres. No se sabe muy bien sus intenciones pero demuestran unos poderes tan abrumadores (telequinesia, control de la electricidad, abducción) que alarman a la chica. Sin embargo ella está acostumbrada a vivir sola y a valerse por sí misma por lo que no se dejará mangonear. Resistirá hasta donde pueda. 

La primera hora transcurre entre persecuciones y acorralamientos en las distintas dependencias de la casa, incluidos un par de sustos de los que te hacen botar en el asiento. Parece que el desenlace fatal no se demorará, pero la joven va jugando muy bien sus cartas y se escabulle constantemente, mientras los espectadores casi ni parpadeamos, sumergidos como estamos en esta lucha sin cuartel.



Todo esto hace que parezca una película más del tipo home invasion, pero el director y guionista juega algunas bazas que la sitúan por encima de la media. La más radical y novedosa es que la película entera se desarrolla sin una sola línea de diálogo. La protagonista sólo masculla una frase de dos palabras en una ocasión y el efecto de este mutismo en el espectador es de pura inmersión en la trama.

La cinta no es una obra maestra, pero contar la historia sólo a través de imágenes (y banda sonora) sin que el ritmo decaiga supone una proeza elogiable. En la cinta podemos encontrar trazos de Señales (M. Night Shyamalan), Un lugar tranquilo (de J. Krasinski) y sobre todo -creo que nadie lo ha señalado hasta el momento- del clásico La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956); pero con un tratamiento particular en el que la invasión acaba conectada con la propia vida de la protagonista.



La casa es nuestro sanctasanctórum, de ahí que ser atacados en ella suponga romper nuestro entorno más seguro. Pero los alienígenas no sólo rompen esa burbuja física que se ha creado Brynn en la granja, sino también su burbuja emocional. Ya en su primera visita al pueblo apreciamos que su aislamiento no es voluntario. Por algún motivo la comunidad parece darle la espalda mientras ella vive atormentada por un hecho luctuoso de su pasado, la trágica muerte de Maud, su mejor amiga. De algún modo podríamos interpretar que este aislamiento emocional es el que le ha acabado librando de caer bajo el control alienígena a las primeras de cambio, como ha ocurrido con las gentes de pueblo. Asimismo su tormento será determinante cuando finalmente entre en contacto con los extraterrestres; lo cual provocará un final de esos que tienes que dar un par de vueltas en la cabeza.



El peso de la película recae íntegramente en Kaitlyn Dever, a la que seguimos en cada plano de su sofocante enfrentamiento; ni que decir tiene que esta menuda actriz sale plenamente airosa de su cometido. Para mí no ha sido sorprendente ya que venía de admirar su trabajo en las impactantes series Dopesick y Creedme.

Me detendré un momento en la ausencia de diálogos.
Todos hemos visto en los últimos tiempos unos cuantos poderosos planos secuencia, de esos que nos obligan a no pestañear mientras asistimos al desarrollo de la acción. Desde el clásico La soga del maestro Hichtcock a las más recientes Atenea de Romain Gavras o Hijos de los Hombres de Alfonso Cuarón pasando por El renacido de Alejandro G. de Iñárritu o El secreto de tus ojos de Juan José Campanella. La mejor característica de los planos secuencia -aparte de su dificultad técnica- es que atenazan la atención del espectador. Mientras la cámara no cierra su objetivo el espectador está prisionero de la acción. Así ocurre con esta película aparentemente poco pretenciosa. Mientras la joven transpira, gruñe, se muerde los labios y aguanta la respiración para que no la oigan, el espectador permanece maniatado a ella y a su destino.
Notable.

viernes, 22 de noviembre de 2024

IDÉNTICO al SER HUMANO - de Kobo Abe



Esta novela corta resulta muy paradójica y entretenida. Kobo Abe nos propone un juego de espejos donde se confunden realidad y ficción, locura y cordura. Su lectura pretende seguir una estricta lógica pero nos acabará empujando a un terreno pantanoso lleno de dudas y a un impactante final.

El personaje principal tiene un programa de radio titulado 'Hola Marciano' donde adopta el punto de vista de un supuesto marciano para revelar el absurdo de nuestra existencia. 
"Pregúntese, por favor, si hay alguien que lee los Viajes de Gulliver de Swift como si fueran anécdotas reales. Si acaso lo hubiera, sin duda sería un demente con algo de imaginación. Desde el comienzo Swift creó un personaje ficticio, y de eso no hay ninguna duda. Mi marciano también —estará usted de acuerdo conmigo si ha escuchado siquiera una vez el programa— es un Mr. Gulliver moderno, habitante de una fábula, que, por así decirlo, observa con una óptica distinta el mundo humano para detectar sus aspectos cómicos, no descubiertos en estado normal... Al tratarse de una fábula, ¿por qué no acudir al marciano, ya definitivamente inexistente, en lugar de rebuscar algo más enigmático? 
El hombre se gana así la vida decentemente, pero el lanzamiento de un cohete espacial con destino Marte lo sume en la zozobra. Teme que la realidad sobre la inexistencia de vida en Marte pueda desbaratar su universo de ficción, obligando a cancelar su programa, lo que pondría en peligro su modesto modus vivendi. En esta tesitura mental el hombre recibe la extraña visita de un individuo que se presenta como un marciano auténtico, revestido de una apariencia "idéntica al ser humano". Procede del planeta rojo y su misión secreta es reclutar al guionista como embajador entre ambos mundos. Lo que se desencadena a continuación es un desconcertante diálogo en el que transitamos fácilmente de la lucidez al delirio.


Siguiendo este auténtico diálogo filosófico, tanto el protagonista como los lectores nos preguntamos si el visitante está realmente loco o de verdad es un marciano, por muy inverosímil que esto parezca. Con una prosa punzante y fluida Abe mantiene el interés en todo lo alto, intrigados como estamos por saber hasta dónde podrán llevarnos sus argumentos. Cada vez que el marciano parece desenmascarado, alumbra un nuevo razonamiento cuya lógica parece incontestable. Bajo los auspicios de "la apariencia no siempre es la realidad" o "la duda conduce a la verdad" asistimos perplejos al cuestionamiento de algo que nos parece axiomático, qué es el ser humano.
"Me encuentro en una situación demasiado anormal para convencer a alguien de la veracidad de mi relato. Aunque usted sea un “ser humano”, dudo que reconozca una esencia humana en mí.
     Puesto que el espejo torcido sólo refleja imágenes distorsionadas, toda la lógica se derrumba cuando proyecta una imagen correcta. Desde luego, no habría líneas paralelas si nos saliéramos del espacio euclidiano. Sin embargo, nuestra vida siempre se fundamenta en el marco de leyes empíricas...
     No, dejemos todo esto así. Estas excusas insignificantes terminarán volviéndome más sospechoso y vulnerable. Es inútil proclamarse cuerdo para disipar la sospecha sobre nuestra propia locura. Por el momento, me basta con que usted acepte que el espejo está torcido.
     Imagínese que le llegaran a pedir una evidencia física de que usted es un “ser humano” auténtico, seguro que se molestaría o se reiría sin hacerles caso. Un ser humano lo es porque sí, sin necesidad de demostrarlo, tal como el axioma de las líneas paralelas."
La tensión dramática y los giros narrativos nos arrastran en busca de un desenlace que amenaza con volverse en contra del protagonista. Todo es empezar; porque si cuestionar la humanidad de una persona puede parecer inane, la lógica del debate nos irá arrinconando hasta dejarnos casi sin espacio para refutar. A lo largo del libro la conversación se irá tornando más extraña hasta lograr sumir al protagonista en la duda sobre su propia identidad. 




Formalmente la novela se divide en tres partes con una presentación y un epílogo narrados por el protagonista que rodean a la parte central y principal del libro, donde se desarrolla el diálogo entre los dos personajes. Si recordamos que a Kobe Abe le apasionaba el teatro podemos ver esta parte como un acto listo para representarse.

De todos es conocido que Abe es considerado como el "Kafka japonés" y aquí queda probado. Con un impecable manejo de la alegoría y la sátira trenza un diálogo tan educado como exasperante entre dos seres extraviados que ponen sobre la mesa las obsesiones más habituales del autor; aquellas que lo han emparentado con Kafka o Beckett: el problema de la identidad, el desasosiego de no saber quién soy ni quién es el otro y hasta, en definitiva, el cuestionamiento de la noción de realidad. Obsesiones que también encontraremos en "El rostro ajeno" y "El hombre caja".

El desenlace nos ofrece ecos del final de una novela memorable, El Proceso, de Franz Kafka. En esos últimos capítulos el juego ilusorio planteado por el visitante comienza a envolver al protagonista como una niebla existencial, capaz de provocar un desdoblamiento de la realidad que nos conduce a un enigmático giro que amula al de la cinta de Moebius.

Así, en el párrafo final, el personaje principal se dirige al lector, como ya hizo en la primera parte del libro varias veces, y le suplica que le ayude a entender su propia historia: 
     “Sí, quiero saber: ¿todo esto será la consecuencia de una fábula sometida por la realidad o de la realidad rendida por una fábula? Me gustaría preguntárselo a usted, que está situado fuera de este tribunal. El lugar donde se encuentra, ¿pertenece a la realidad o a la fábula?…”


















👉  Serendipia_____________________________________________________
La lectura de Idéntico al ser humano me ha recordado a un cuento filosófico de Voltaire titulado Micromegas, aparecido en 1752. Este relato es considerado como una de las primeras obras de ciencia-ficción y describe la visita a la Tierra de Micromegas, un ser originario de un planeta de la estrella Sirio. En este relato Voltaire mencionó dos lunas de Marte (Fobos y Deimos), que no fueron descubiertas hasta 125 años después, en 1877, por el astrónomo Asaph Hall. Debido a esta coincidencia (serendipia), uno de los mayores cráteres en Deimos fue bautizado como «Voltaire».
Pues bien, yo creo que todo el mundo hasta visto las películas de las hermanas Wachowski, Matrix, donde las máquinas hacen vivir a los humanos en una realidad virtual y éstos salen al mundo real a través de una llamada, cuando descuelgan el teléfono. Pues bien, fíjense en este párrafo de la novela de Abe, escrita ¡en 1967!, cuando un presunto marciano intenta convencer de su origen a un humano.

"Lo que sacó del bolso para deslizarlo sobre la mesa con la punta del dedo fue un coche de juguete, del tamaño de una caja de fósforos.
—Es un coche de maqueta, común y corriente.
—No, señor, no lo es... Es una obra de arte, Toy Art, realizada por verdaderos artistas del juguete. Su estética consiste en crear lo imposible, lo inexistente en la realidad.
Creo que ésta se titula El miedo de la existencia. Al enterarse de que aquí la tratan como una simple maqueta de juego, seguro se enfermarían, literalmente, de miedo.
—Hubieras traído una maqueta de verdad.
—No se me había ocurrido, desafortunadamente... De paso, mire esto también... aunque sé que no le va a convencer...
Entre los dedos apareció titubeante una foto en blanco y negro. Tenía el tamaño de la palma de la mano, con los bordes desgastados. Parecía un objeto ordinario que me costó trabajo reconocer.
—Esto... es una cabina telefónica...
—Déjeme decirle que no lo es, pese a su apariencia.
Se trata de la misma estación de transposición material, que es el sustento de la civilización marciana. Aquí la copiaron hasta en los detalles del diseño.
—Pero la forma del teléfono también es idéntica.
—Sí, me dejó boquiabierto cuando lo vi por primera vez aquí... Hasta la manera de usarlo es idéntica... Levanta el auricular, marca el número para llamar a la estación deseada y coloca una moneda en la ranura que está en el lado derecho. Empieza a funcionar el sistema antigravitacional y usted llega al destino de inmediato, ¡en un tris!."





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Kōbō Abe (安部 公房 Abe Kōbō), seudónimo de Kimifusa Abe, fue un escritor, dramaturgo, fotógrafo e inventor japonés que nació en Tokio en 1924 u murió en 1993.
Era hijo de un médico y estudió medicina en la Universidad de Tokio. Sin embargo, nunca ejerció la profesión, abandonándola para unirse a un grupo literario que tenía como objetivo aplicar técnicas surrealistas a la ideología marxista. En 1948 publica su primera novela, La señal de tráfico al final de la calle. En 1951 obtiene el prestigioso Premio Akutagawa por La pared: el crimen del señor S. Karma. Con La cuarta edad interglaciar (1959), inicia el camino de la “ficción científica”, que tan fructíferos resultados dará en sus novelas futuras.
Tras una breve militancia en el partido comunista, el unánime reconocimiento de sus novelas La mujer de arena (premio Yomiuri 1962) y El rostro ajeno (1964), lo convierte en uno de los escritores contemporáneos de referencia como afirmaron muy pronto Kenzaburo Oe y Yukio Mishima, entusiastas admiradores de su desconcertante universo. Otras novelas destacadas de su vasta obra narrativa son: El mapa quemado (1967), Amigos (Premio Tanizaki 1967), Idéntico al ser humano (1967), Hombre caja (1973), Encuentros secretos (1977) y El Arca Cerezo (1984).
En la década de 1960, colaboró ​​con el director japonés Hiroshi Teshigahara en las adaptaciones cinematográficas de La trampa, La mujer en las dunas, El rostro ajeno y El mapa en ruinas. En 1973, fundó un estudio de interpretación en Tokio, donde entrenó a intérpretes y dirigió obras. Fue elegido miembro honorario extranjero de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias en 1977.

martes, 5 de noviembre de 2024

EL 47 - de Marcel Barrena

España,2024

En serio, tenéis que ver esta maravillosa película.  Un monumento a la autenticidad. Un tipo de cine donde la pantalla se convierte en una ventana al mundo de la gente común y los héroes anónimos que luchan contra la miseria y la injusticia buscando una vida mejor.

La película relata la epopeya de un grupo de inmigrantes -extremeños y andaluces- que llegan a Barcelona en los años cuarenta huyendo del hambre y la represión franquista. Las chabolas que empiezan a construir detrás de la montaña se acabarán convirtiendo en casas de ladrillo hasta conformar todo un barrio construido con sus propias manos y un esfuerzo ímprobo, el de Torre Baró. Uno de tantos barrios que se formaron en la periferia de la ciudad condal para absorber el flujo migratorio que llegaba de otras partes del país. Pero estos barrios eran inexistentes para las autoridades, vivían excluidos del tejido urbano de la ciudad, sin acceso a servicios básicos como el agua corriente, la electricidad o el transporte público.  

Esta es la historia que cuenta la película, la del barrio y la de Manuel Vital que desde su Valencia de Alcántara natal, en Cáceres, llegó a Torre Baró en 1947, con 24 años. Aquello era un terreno despoblado y baldío en medio del monte y allí fue donde los inmigrantes comenzaron a construir sus chabolas aprovechando un resquicio legal: Si el chamizo que se empezaba a construir un día conseguía tener techo antes del amanecer del día siguiente, la policía no podía echarlo abajo. Esa primera batalla con la Guardia Civil destruyendo sus chabolas es el comienzo de la película y del aprendizaje de aquellas pobres gentes: si no es todos a una nunca saldrían de la ruina. De modo que en medio del monte, en la sierra de Collcerola, se fue forjando un fuerte movimiento asociativo que no cejó de luchar para que el Ayuntamiento de Barcelona atendiera a los barrios y los dotara de servicios.

Barrio de Torre Baró y al fondo Barcelona




Con el tiempo fueron consiguiendo que llegara la electricidad y el agua, aunque no sin constantes cortes; pero los trabajadores y amas de casa tenían que andar varios kilómetros para ir al trabajo o a hacer la compra. Para ellos el autobús también era un servicio básico. Manuel Vital visitó todos los despachos del Ayuntamiento. Él mismo trabajaba como conductor de autobús urbano y sabía que sólo había que extender un tramo su misma línea, la del 47, para llegar a Torre Baró. Pero la respuesta fue siempre la misma, era imposible que un autobús subiera esas cuestas infames. Además "quién va a querer coger un autobús para subir allá arriba" le cuestiona a Manolo un concejal. A lo que él responde cargado con todo el sentido común del mundo: "los mismos que han bajado por la mañana a trabajar y a comprar". Ni con la llegada de la democracia lo consiguió.

Así que después de muchos años de esfuerzos baldíos, en 1978 Manuel Vital pasó a la acción, decidió demostrar que el autobús podía subir la montaña, retorcerse por aquellas estrechas calles llenas de boquetes y llegar hasta el barrio que había construido con sus manos y sus vecinos. El 7 de Mayo secuestró su propio autobús de la línea 47 y lo condujo colina arriba hasta Torre Baró. Así consta en la prensa de la época. 
“El 7 de mayo de 1978, Manuel Vital, un conductor de Transportes de Barcelona y líder sindicalista, en su doble condición de vecino de una zona olvidada, secuestró un autobús articulado de la línea 47 para demostrar que el transporte público que reclamaba Torre Baró podía llegar a través del único acceso que tenía el barrio."
Foto histórica del secuestro del autobús 47

Manolo Vital (interpretado magistralmente por Eduard Fernández) fue militante en la clandestinidad del PSUC y de CCOO. Como líder vecinal encabezó muchas protestas respondidas con contundencia por las fuerzas de orden público; pero siempre tuvo claros sus derechos como ciudadano de Barcelona. La película no lo muestra, pero en 1969, con el sello de CCOO, repartió una octavilla en el barrio por lo que también fue llevado a juicio ante el tenebroso Tribunal de Orden Público. La octavilla solo era una reflexión.
“¿Por qué se preocupan de nosotros para vigilarnos y no se preocupan de que tengamos alcantarillado, agua en las fuentes, dispensario, farmacia, pavimento, etc., etc.?”.
Uno de los momentos más dramáticos de la película es cuando se produce un incendio en una casa del barrio y los bomberos se quedan a mitad de camino aduciendo que no pueden continuar por aquel camino de cabras. Sin embargo poco tiempo después pudieron constatar con amargura que los bomberos de la época no subían a Torre Baró en caso de incendio, pero sí podían hacerlo si la autoridad les ordenaba descolgar una bandera roja con la hoz y el martillo que ondeaba en un poste eléctrico.





Manolo Vital fue el padre fundador y presidente durante muchos años de la Asociación de Vecinos de Torre Baró, Vallbona y Trinitat, origen del potente movimiento vecinal de Nou Barris. Con el tiempo, en 1977, pasó de agitador y villano para las instituciones a héroe reformista, recibiendo la Medalla de Honor del Ayuntamiento de Barcelona. Incluso Pascual Maragall, siendo ya alcalde, llegó a vivir unos días en la casa de Manolo, "el rojo que se casó con un monja". Porque no hay que olvidar a su mujer Carme Vila, también extraordinariamente interpretada por Clara Segura. Una monja y catalana que no hacía remilgos con aquellos "charnegos" y siempre estuvo a su servicio como educadora y asistente social. 




Clara Segura y Eduard Fernández aportan veracidad y dramatismo a sus personajes; lo mismo que un buen grupo de secundarios encabezados por Salva Reina como el insolente colega de Manolo y David Verdaguer como el concejal bien queda.

La película captura de manera vívida la situación social del barrio, centrándose en las precarias condiciones de vida de sus personajes; pero no afronta las tensiones sociopolíticas de esa Barcelona que emergía ignorando a los trabajadores que la estaban levantando. Así lo explicaba el director en su presentación: “la película es un homenaje a la clase obrera y a los hombres y mujeres que construyeron nuestras ciudades no solo físicamente sino también culturalmente”.

En la pantalla se reproducen los hechos históricos pero desde un punto de vista íntimo, de las personas. La Guardia Civil aparece amenazante y llega a tirar alguna chabola, pero poco más. En el Ayuntamiento por su parte, ya se sabe, a dar largas. No hay mucha mas crítica. Esto es quizás lo más decepcionante, que se hurta la militancia del protagonista y el retrato político-social de la época. Aunque no por ello la película desmerece. La subida de Manolo con su autobús articulado se convierte en una epopeya y la película en un viaje sentimental a una época en la que había que atarse los machos. Así se explica que al concluir la proyección todos en la sala nos pusiésemos a aplaudir. Para celebrar el éxito de la solidaridad y la resiliencia de los nadie. 

jueves, 31 de octubre de 2024

LA DESAPARICIÓN de ADÈLE BEDEAU - de Graeme Macrae Burnet



El escocés Graeme Mcrae Burnet se estrenó como autor con esta novela, publicada en 2014, y eligió escribirla como si fuese un clásico de otra época, al estilo de Georges Simenon: con personajes triviales viviendo su anodina vida en un pueblo aburrido de la Alsacia francesa. Pero ¿Quién dice que en esos remotos puebluchos no existen almas que palpitan como un volcán?

Lo primero que salta a la vista es la impecable ambientación provinciana. Como el Restaurante La Cloche donde cada día se reúnen los mismos parroquianos que mantienen inalterables sus horarios y hábitos desde hace décadas. Allí acude todos los días el taciturno Manfred Baumann, director de una sucursal bancaria. Primero a comer y por las tardes a tomarse unos vasos de vino acodado en la barra. Todo es adusto, tedioso y repetitivo. Una vida con encefalograma plano...hasta que la joven camarera Adèle Bedeau desaparece una noche. 

Lo segundo en lo que destaca la novela es en la disección de los personajes. Graeme Macrae va penetrando como un cirujano en las distintas capas de sus antagonistas –sospechoso e inspector– hasta desnudar completamente sus almas. Para conseguirlo utiliza una narración en paralelo donde se van alternando sus puntos de vista aportando flashbacks sobre su vida previa y formación. Así conoceremos la infancia solitaria de Manfred y una adolescencia donde tuvo lugar un suceso trágico que no cesa de atormentarlo. El otro punto de vista nos lo ofrece el inspector Gorski, un tipo atrapado en una ciudad de provincias y en un matrimonio rutinario. Siendo todavía un novato dejó un crimen sin resolver por el que fue condenado un hombre inocente. A día de hoy es un fiasco que lo sigue mortificando. 

E. Hopper, "Halcones de la noche" (detalle) 1949




Resultan muy llamativos los paralelismos que establece el relato entre ambos, incluso en el hecho de que los dos traicionaron las expectativas de sus padres y de que, ya adultos, tienen que seguir atravesando el antiguo negocio de sus progenitores para acceder al piso donde ahora los visitan ya mayores. Baumann una floristería y Gorski una casa de empeños. Además el inspector tuvo su bautizo de fuego hace veinte años precisamente investigando un caso en el que Baumann estuvo implicado. Actualmente y gracias a la actitud esquiva y reticente del banquero, éste se convierte en el primer sospechoso de la desaparición de la camarera. 

Aunque lo que más les une es un carácter muy semejante. Efectivamente los dos son torpes, inseguros con las mujeres y solitarios. Sufren en público. De algún modo ambos padecen el síndrome del impostor. Carecen de habilidades sociales y les angustia su creencia de que todo el mundo los está examinando. "Manfred se había acostumbrado a vivir con la impresión de que lo observaban continuamente", se dice en un momento dado. También llegan a reconocer la "presión de tener que actuar con naturalidad" en su vida diaria. Este es uno de los rasgos más interesantes de la novela, que más que investigar un caso se centra en hurgar en esos miedos y contradicciones que todos escondemos, celosos de nuestros secretos más vergonzosos y de nuestras mentiras más procaces.

Jean Beraud, En el café, bebedores de absenta (detalle) -1909-

Se puede decir que la obra está montada como un laberinto de espejos donde policía y sospechoso se reflejan, en una trama que nos empuja a considerar por igual la inocencia y la culpabilidad de Manfred. El hilo de tensión que mantiene la novela es precisamente esa sensación de difusa culpabilidad que todos albergamos, sobre todo cuando un policía se dirige a nosotros.
"Después de todo, ¿no vivía ya su día a día como si estuviera sometido a una vigilancia constante, como si esperase de un momento a otro que lo desafiaran a ofrecer una explicación de sus acciones o a responder a quién sabe qué oscuras acusaciones? ¿Acaso no estaba plenamente convencido de que tarde o temprano emplazarían a cuantos lo rodeaban a testificar en su contra?"
Saint-Louis es un villorrio anodino, situado cerca de Estrasburgo en la frontera franco-suiza. En él la vida se marchita. El protagonista es torpe, obsesivo y solitario. La investigación es somera. El caso no es sangriento ni de altos vuelos, entonces ¿Por qué atrapa esta notable novela?. Por el lúcido retrato de estas palpitantes almas y su forma de narrarlo. Sin olvidar el placer de su último giro metaliterario.

Tan francesa se muestra esta novela de autor escocés que hasta las referencias que citan sus protagonistas para iluminar sus desvelos son tan galas como Zola o el propio Simenon.
"La descripción que Zola hacía de sus personajes, atrapados por su temperamento y desprovistos de libre albedrío, fue como una liberación para Manfred. Le quitó una pesada carga de encima. Él también era prisionero de las fuerzas que lo habían moldeado: la naturaleza torpe e insociable con la que incomodaba a todo el mundo; su deplorable posición como impostor en el hogar de sus abuelos; su incertidumbre acerca de qué camino tomar cuando acabara el colegio. Ya no controlaba su propio destino. Después de todo, ¿qué le había llevado a conocer a la chica del vestido amarillo? ¿El libre albedrío? No, había sido el destino."
Pueblo de Alsacia

Y queda el desconcertante Epílogo que tras la resolución del caso nos asalta. Un broche final en forma de juego metaliterario en el que el autor se presenta como mero traductor al inglés de una obra de culto que viene reeditándose con éxito en Francia desde 1982. Su supuesto autor, Raymond Brunet (qué cerca de Burnet), habría volcado en la novela el trasunto de su propia vida, incluido el Restaurante de la Cloche y sus parroquianos, donde él mismo almorzaba a diario. Todo ello bajo el designio de Georges Simenon, y lo que escribió en el Prólogo de su novela autobiográfica Pedigrí: "Todo es verdad, pero nada es exacto". Este nuevo giro, que ofrece un efímero éxito a Raymond Brunet, no logra hacerle escapar ‒como a su protagonista‒ de un frustrante destino.

Graeme Macrae continuó por este derrotero en su siguiente novela, Un plan sangriento, publicada en 2019; pero de una forma mucho más sofisticada. Un falso true crime en el corazón de la Escocia más oscura.
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                                                     A continuación.....

Un PLAN SANGRIENTO - de Graeme Macrae Burnet


Publicada en 2019, Un plan sangriento es un falso true crime que se desarrolla en las remotas Highlands escocesas, a mediados del siglo XIX. Si Graeme Macrae remataba su primera novela, La desaparición de Adèle Bedeau (2014), con un giro metaliterario tan brillante como postizo; en esta segunda se lanza ya sin disimulo a explorar los límites de la ficción con un excelente y elaboradísimo artefacto literario.

En 1869, el jovencito Roderick Macrae asesinó brutalmente a tres personas en la aldea de Culduie, en las Tierras Altas de Escocia. El juicio posterior cautivó tanto a la prensa como al público británico. El libro pretende acercarse a aquel suceso como si de un documental se tratase, aportando todo tipo de testimonios, informes y artículos de prensa. No en balde el subtítulo en inglés ya es notoriamente descriptivo, "Documentos relativos al caso de Roderick Macrae". Efectivamente el volumen tiene la forma de un completo dossier donde conviven la confesión manuscrita del asesino, su informe psiquiátrico, las declaraciones de la policía y de testigos así como un jugoso relato sobre el desarrollo del juicio mas un epílogo donde se recopilan las caprichosas interpretaciones que se publicaron en prensa sobre el asunto. Todo un compendio para intentar llegar a la verdad más allá de la admisión de culpabilidad, puesto que ¿Por qué un joven más bien apocado cometió actos tan atroces? ¿Por qué no intentó encubrir el crimen? ¿Tenía indicios de locura o sus míseras condiciones de vida fueron el detonante?.

En el Prólogo del libro Graeme Macrae afirma que se encontraba "escarbando un poco" en la vida de su abuelo cuando acabó "encontrando" un documento extraordinario: las memorias manuscritas que su antepasado, Roderick Macrae, escribió en la prisión de Inverness mientras esperaba su juicio. Había asesinado a tres personas, el alguacil de su pueblo, su hija adolescente y su hijo de cuatro años. Para narrar aquel suceso el autor se sumerge (y a los lectores con él) no solo en la psicología del criminal sino también en las circunstancias sociales de aquella época sombría. 


La obra comienza así: 

"Prólogo

ESCRIBO ESTO A INSTANCIAS DE MI ABOGADO, el señor Andrew Sinclair, quien, desde que me encarcelaron aquí, en Inverness, me ha tratado con un grado de cortesía que no merezco en modo alguno. Mi vida ha sido breve y de escasa consecuencia, y no es mi deseo eximirme de la responsabilidad de los actos que recientemente he cometido. Así pues, no es por otra razón que la de corresponder la amabilidad de mi abogado que consigno estas palabras por escrito.

De esta forma arrancan las memorias de Roderick Macrae, un campesino escocés de diecisiete años, acusado de cometer tres brutales asesinatos en su aldea natal, Culduie, en Ross-shire, la mañana del 10 de agosto de 1869.
No pretendo demorar en exceso al lector, pero creo que un puñado de observaciones preliminares proporcionarán cierto contexto al material aquí reunido. Aquellos lectores que prefieran pasar directamente a los documentos propiamente dichos son libres de hacerlo, por supuesto."
El libro se presenta como un completo archivo de testimonios e informes en torno al caso; pero yo lo dividiría en tres partes principales. La primera, por supuesto, es la declaración incriminatoria del asesino donde él mismo nos explica su situación personal y familiar y su vida miserable. En ella da cuenta de los acontecimientos que desembocaron en los asesinatos. La redacción es aseada y coherente, a veces hasta poética; de ahí que algunos la tilden de falsa. La impresión que nos queda es la de un ser condenado simplemente por haber nacido pobre.

El contrapunto a este memorándum lo encontramos en el análisis mental y social que el reputado médico Bruce Thomson hace del acusado. El capítulo se titula "Viajes por los confines de la locura" y en él nos muestra una postura llena de prejuicios en torno a que el origen genético, social o racial (era un seguidor de las teorías fisiognómicas) determina la inclinación al crimen de una persona.

La tercera y muy suculenta parte de la novela es la reproducción del juicio que nos proporciona comentarios agudos y contradictorios. De hecho son jocosas las discrepancias entre los testimonios acerca de la personalidad de Roderick. Testimonios que Graeme Macrae sabe caracterizar con un lenguaje y estilo propio.



Es evidente que la obra tiene una estructura compleja y original que el autor ha declarado deudora de un clásico que leyó siendo estudiante: "Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano... Un caso de parricidio del siglo XIX presentado por Michel Foucault". Este es el título completo y está editado por Tusquets. Rivière fue un joven campesino francés que en 1835 asesinó a toda su familia. El libro lo integran la crónica real del crimen escrita por el propio asesino y los documentos (informes psiquiátricos, declaraciones de testigos y artículos de prensa) que Foucault reunió en torno al caso. El paralelismo es manifiesto.

También muchos críticos han comparado esta novela con A sangre fría, de Truman Capote. Sin embargo hay un factor diferencial concluyente, los libros de Foucault y Capote parten de un hecho real, mientras que esta novela de Macrae ¡es pura ficción!. Sólo el pueblo es real, así como la figura del cirujano-psiquiatra James Bruce Thomson (1810-1873), que evalúa al asesino confeso. Sus puntos de vista precientíficos y clasistas aportan a la novela el contexto cultural de la época.

Las declaraciones, actas y testimonios que leemos poseen una gran verosimilitud, como demuestran los informes médicos de las víctimas que llegan a ser escalofriantes. Además el período histórico y sus gentes queda perfectamente reflejado, en especial "la férrea ideología calvinista de la iglesia de Escocia, (...) que planteaba que los pobres tenían que resignarse ante el sufrimiento por su condición, que les venía impuesto por su nacimiento". También cobran relieve las teorías sobre la demencia que comenzaban a expandirse en la época, de ahí que las memorias del médico, incluidas en el capítulo "Viajes por los confines de la locura" ejerzan de contrapunto al memorándum del acusado. Detrás de los crímenes ya no se veía el mal, sino los desequilibrios mentales o condiciones materiales. 
Campesinos en Escocia

Macrae Burnet ha elaborado un falso 'true crime' plagado de puntos de vista contrapuestos, pistas falsas y testimonios poco fiables en la seductora tradición del manuscrito encontrado. Su ingenio literario es capaz de montar todo un mecanismo que juega con el lector, haciéndole dudar sobre verdades que parecían aceptadas y cuestionar cada nueva revelación. Incluso la confesión de Roderick acabará roída por las dudas.

La novela es apasionante y evidencia una formidable investigación histórica y cultural sobre las gentes y costumbres de aquella región. Su lectura está salpicada de momentos emotivos y no falta el sentido del humor. Es patente que no se trata de un thriller convencional, ya que cuenta con un profundo tratamiento antropológico y judicial; pero no por ello resulta menos emocionante y legible.

La obra nos seduce por la secuenciación y profundidad de la información que aporta; pero sobre todo por la construcción de los personajes. Los vecinos del pueblo son enigmáticos y rudos, mientras que el psiquiatra es rígido y engreído. Por su parte el asesino confeso nos provoca sensaciones contradictorias. En ocasiones parece una víctima y en otras un ser amoral. Unas veces muestra destellos de inteligencia y otras parece un simple estúpido. 
«No es suficiente que pienses que ningún hombre podría cometer actos tan atroces y estando en su sano juicio. Hombres cuerdos pueden cometer y cometen tales crímenes, y el mero hecho de cometer tal acto no coloca, en sí mismo, a un individuo fuera de los límites de la razón».




En una entrevista el autor reconocía que su novela no trata sobre el mal o su origen: "en mi forma de entender la creación de una novela, lo que menos me interesa es el tema. Lo que más me preocupa son los personajes y los lugares, a medida que voy hablando de ellos surge el tema. Los personajes y el lugar crean los novela".

La obra me provoca variadas reflexiones. En torno al concepto de culpabilidad o al de la frontera entre locura y cordura. También sobre la definición de justicia o del criterio moral; pero señalaré otras dos. 
 
La primera surge de las memorias del doctor James Bruce Thomson, una persona real cuyos artículos mencionados en la novela pueden encontrarse en internet. En la trama es llamado por la defensa para intentar alegar locura, pero cualquier lector quedará perplejo con su actuación. Mr. Thomson es un tipo arrogante y ferviente seguidor de las teorías fisiognómicas de la época. No le interesa la locura o la culpabilidad de Roderick. Su interés es rígidamente antropológico. Ve la pobreza como el caldo de cultivo propio para el criminal. Para él nacer pobre ya te convierte casi en un criminal: 
"El estudio de la clase criminal no debe centrarse exclusivamente en la herencia, sino que debe también prestar atención a las condiciones en las que mora el individuo degenerado. La herencia, por sí sola, no puede explicar la perpetración de un crimen. El aire viciado de la barriada, el hambre y un entorno de inmoralidad generalizada deben ser admitidos también como factores en la manufactura del criminal."
Highlands - Escocia





La segunda reflexión afecta a la posición del lector ante el libro. El descendiente Graeme Macrae se topa por casualidad con la declaración de un asesino y reúne sobre su mesa todo tipo de testimonios, actas e informes. Con ello intenta entender los hechos más allá de la referida confesión. Pero no nos ofrece sus conclusiones. Entregando el dossier completo y abierto el autor logra implicar al lector, situándolo a su mismo nivel. Porque tanto policías, como testigos y médicos sólo son capaces de decirnos "su verdad"; de modo que el lector tendrá que recomponer este puzzle y crear la suya propia... siendo así que ya no podrá olvidar que cada testimonio acarrea su propia mochila de prejuicios e intereses.





  El caso Rivière:  El 3 de junio de 1835, un campesino normando de 20 años llamado Pierre Rivière asesinó a su madre, su hermana y su hermano con una podadera. Al salir de casa le dijo a un vecino: "Acabo de liberar a mi padre de todas sus tribulaciones. Sé que me darán muerte, pero no me importa". A continuación se refugió en el bosque donde vivió durante meses. Cuando lo detuvieron varios testigos declararon que era un demente y que siempre había mostrado un comportamiento "extraño".  En la cárcel el parricida escribe una Memoria donde expone cómo, deliberadamente, planeó y llevó a cabo el crimen. 
En el volumen se nos presenta el expediente de los procedimientos judiciales del caso, luego su notable autobiografía y finalmente una colección de ensayos modernos sobre Rivière, objeto de un seminario del Collège de France dirigido por el eminente psiquiatra e historiador Michel Foucault, autor de "La locura y la civilización".
Para el fiscal, la aberración de Rivière se debía a su negativa a aceptar la disciplina que una sociedad orgánica necesariamente impone a sus miembros. El psiquiatra de la acusación confirmó que Rivière no estaba loco, sino que estaba «sobreexcitado» por un largo conflicto con sus padres. Según todo ello fue condenado a muerte, pero el rey conmutó la pena por cadena perpetua en respuesta a la intervención inusual de un grupo de los principales psiquiatras de París. Estos declararon que el criminal era deficiente mental y añadieron que «debería haber sido puesto en confinamiento» mucho antes del crimen.
Foucault realizó este trabajo colectivo de compilación y ordenación de todo tipo de  documentos, desde los legales hasta los periodísticos, durante un seminario en el Collège de France. Uno de sus objetivos principales fue el de revelar al lector cómo un mismo hecho puede ser manipulado, tergiversado e interpretado por los distintos lenguajes que codifican la opinión pública : jurídicos, médicos, policíacos y periodísticos.
 La entrevista completa a Graeme Macrae Burnet de la que se han sacado estos dos extractos se encuentra en el blog totalnoir.



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Graeme Macrae Burnet
 nació en Kilmarnock, Escocia, en 1967. Vive y trabaja en Glasgow, donde estudió literatura inglesa antes de continuar sus estudios en la Universidad de St Andrews y trabajar después en televisión y dar clases en el extranjero. 
Ha sido nominado al premio Booker en dos ocasiones: en 2016 por Un Plan Sangriento (His Bloody Project) y en 2022 por Caso Clínico (Case Study), su cuarta novela, que consiste en una serie de cuadernos aparentemente enviados al autor en 2020 para ayudar en su investigación sobre un psicoterapeuta rebelde de los años 60.  También es autor de dos novelas ambientadas en Francia y escritas en un estilo influenciado por el novelista belga Georges Simenon: La desaparición de Adèle Bedeau (2014) y El accidente en la A35 (2017). 

lunes, 21 de octubre de 2024

BACCHUS - The Animation Workshop


Este corto se podría haber titulado, la Realidad y el Deseo o Cómo romper la rutina que nos acaba enterrando: despertador, metro, trabajo, bar, cama, despertador, metro, trabajo, bar, cama, despertador....la cadena de montaje del más puro aburrimiento. Pero en una de esas tardes tediosas la protagonista acaba conociendo a Baco... y le sigue a su mundo por un túnel caleidoscópico como una Alicia redimida.

El mundo que encuentra contrasta enormemente con el suyo. Allí hay color, música, personajes fascinantes, baile y aventura. Se dice que el que sigue a Baco es poseído y empoderado por el propio Dios.

El corto es sólo el proyecto de unos estudiantes pero el diseño, el contraste, el colorido y la utilización del 2D y el 3D resultan fascinantes.


viernes, 18 de octubre de 2024

La INFILTRADA - de Arantxa Echevarría

España, 2024


Que nadie lo dude. Esto es un thriller. Y de los buenos.
Vibrante, con una factura técnica impecable, actores creíbles y un ritmo y tensión de los que no dan respiro.

La película cuenta la historia real de una agente de policía que estuvo infiltrada en ETA y que ayudó a desmantelar el comando Donosti. Pero no es una película sobre ETA. Ni sobre política antiterrorista. Ni sobre la reivindicación de la mujer. Aunque el contexto histórico y social está perfectamente perfilado con un par de certeros trazos y sin necesidad de subrayado alguno. "La Infiltrada" es el relato de una operación policial contada con un ritmo admirable.

Parece mentira que hayan transcurrido trece años desde el fin anunciado de ETA cuando todavía hay políticos que quieren sacar rédito de esta carta marcada. "ETA está más fuerte que nunca", hemos tenido que oír hace pocos días, demostrando que algunos partidos y políticos juegan cualquier tipo de baza si calculan rédito. Por deleznable que sea. No representan a una sociedad española que ya está en otra época, orgullosa de haber puesto fin a una de sus más dramáticas lacras.




También he leído comentarios en redes quejándose de la abundante presencia femenina en la película, protagonista, guionistas y directora. Como si esto distorsionase la realidad o la propuesta. Al contrario. Tradicionalmente la historia la cuentan los hombres y de ahí viene un sesgo que suele ignorar la acción de las mujeres. Sea en arte, política o lo que sea. En este caso no hay ningún subrayado político o de género porque resulta innecesario y, además, el propio contexto histórico del argumento define por igual el machismo de la policía (todo el mundo desdeñó la elección de una mujer) y el de ETA, llena de tíos decididos a todo.

Yo creo que los hechos que cuenta son suficientemente potentes como para seducirnos sin necesidad de sandeces ideologizadas.



"La infiltrada" cuenta la historia de Elena Tejada, una agente de policía recién salida de la Academia de Ávila quien, con solo 20 años, fue reclutada para una de las misiones más peligrosa, infiltrarse en la banda terrorista ETA. Allí donde otros agentes fracasaron, ella consiguió permanecer infiltrada entre 1991 y 1999, logrando información clave para identificar a numerosos terroristas, desmantelar el comando Donosti y desvelar una parte importante de la red de colaboradores y pisos francos. 

El asunto no era baladí. La banda era un grupo muy cerrado, tejido con lazos muy estrechos y avales de hierro. Elena Tejada pasó a ser Aránzazu (Arantxa) Berradre Marín (interpretada con mucha solvencia por Carolina Yuste), una supuesta militante del Movimiento de Objeción de Conciencia de Logroño y llegó a convivir con dos etarras en un piso mientras preparaban los atentados.

El guión de Arantxa Echevarría y Amelia Mora se tensa entre dos polos, los personajes y la acción. Por supuesto en su centro está la evolución de esta agente sometida a presión máxima. Sola, intentando ganarse la confianza de gente desconfiada, en peligro constante de ser descubierta y fingiendo un personaje 24/7. Sus picos de confianza o de frustración y miedo están perfectamente reflejados y Carolina Yuste nos traslada con intensidad dramática esa situación límite. Elena/Arantxa tuvo que abandonar su vida. Estuvo ocho años en otro mundo convertida en otra persona, sin hablar ni ver a ningún familiar o amigo desde los 22 a los 30 años. Eso sí, exigió poder llevarse a su gato. 



Pero lo que más me ha llamado la atención es el formidable ritmo que la directora ha imprimido a su película. Las escenas y el montaje son precisos como un metrónomo. 
Todo está medido. Nada falta ni sobra. 
Todos los asuntos de interés tienen su expresión y encajan y suman. Las secuencias son cortas e intensas. Los diálogos lo expresan todo en tres frases. No necesita más de 20 segundos el jefe de policía (Luis Tosar) para advertirle sobre lo que será su vida (no podrás ver a tu familia, si te pillan nadie sabrá de ti, tendrás que jalear sus asesinatos como uno de ellos). En 20 segundos terribles ella vive su iniciación cuando está pegando carteles y se cruza con Txapote, justo al salir del restaurante donde ha asesinado a Gregorio Ordóñez. No necesita más de 20 segundos uno de los policías para calificar a los etarras de simples asesinos y descerebrados. En otros 20 segundos el etarra con el que convive le expresa sus ideales. Durante 10 segundos aparece el ministro del interior hablando de una tregua trampa. En 20 segundos intensos ella le grita a su jefe de policía que está harta y no puede más y él logra recordarle la importancia de su misión. 
Eso es lo bueno. 
Está todo pero muy medido y nada estorba en el derrotero de esta policía que se está jugando la vida. 

Y además tiene suspense. La tensión es constante en todo el metraje reflejo del riesgo y la opresión diaria que experimenta la protagonista. La tensión máxima la vivimos cuando llegan las cagadas (hay varias) en las que Arantxa se asoma al precipicio de ser descubierta, haciendo que se nos encoja el corazón. 



Carolina Yuste demuestra un enorme talento en escenas de gran complejidad emocional. Es capaz de pasar con fluidez, a veces en el mismo plano, de la contención al desgarro, del miedo a la repugnancia o de la angustia al sentido del deber. La película también demuestra que la directora Arantxa Echevarría es una excelente directora de actores. No hace falta que hable de Luis Tosar, ya es un grande que como John Wayne sólo tiene que aparecer y decir su texto.

Pero ahí están unos secundarios muy bien caracterizados. Como los tres policías que prestan apoyo a la misión (interpretados por Víctor Clavijo, Nausicaa Bonnín y Pedro Casablanc) o los dos etarras con los que llega a convivir a Arantxa (interpretados por Iñigo Gastesi y Diego Anido). Ninguno resulta plano. Cada uno tiene un dibujo diferenciado. El Kepa que interpreta Iñigo es más novato e idealista, mientras que Diego Anido nos traslada el carácter de un asesino despiadado.
 


Arantxa Echevarría busca reflejar en sus películas experiencias verídicas que posean un gran trasfondo social y carga emotiva. Así se puede apreciar en Carmen y Lola (2018) y en Chinas (2023). Aquí sigue esa tónica. 

En palabras de la directora: “Ha sido un viaje personal y emocional al País Vasco de mi infancia, al dolor, al recuerdo, a intentar comprender el sinsentido. Lo que me llamó la atención del proyecto, cuando me lo presentaron fue la propia Arantxa, la policía infiltrada. Hicimos un viaje. El viaje de meternos en la piel de una chica de 22 años en el momento en que uno tiene sus primeros amores, sus primeras fiestas, sus primeros viajes… En ese momento vital decide ponerlo todo en pausa y estar ocho años fingiendo ser otra persona. Ocho años dentro de una mentira para conseguir algo tan intangible como el bien común. Era una mujer en los 90. Y solo por eso pasó desapercibida. Esta película pretende darle las gracias”.





Bonus Track________________________________________________________
En este artículo hay un estupendo resumen de las películas y puntos de vista sobre el asunto ETA en el cine español.

miércoles, 16 de octubre de 2024

LA NOCHE de MARGARET ROSE - de Francisco Tario






Serie NarracionesExtraordinarias


















ecía la carta, escrita poco menos que ilegiblemente:

                   X. X. Esq.,
           97 Cromwell Road
              Londres S. W. 7.

                Margaret Rose Lane, inglesa, de 28 años, casada con
         un multimillonario yanqui, lo invita a usted muy íntimamente 
         a jugar al ajedrez el sábado en la noche.

   Y al pie, con caracteres de imprenta, aparecía una serie de indicaciones muy minuciosas referentes a la situación exacta de la finca, sobre la ruta de Brighton, a unos veinticinco kilómetros de la costa.

  Margaret Rose Lane, en mis borrosos recuerdos, se reducía exclusivamente a esto: a una chiquilla muy pálida, etérea, vestida de verde y que jugaba al ajedrez admirablemente.
     Escarbando en la memoria, logré, no obstante, reconstruir más tarde determinados pormenores.

     Nos conocimos en Roma —no acierto a precisar con ocasión de qué sencillo incidente— en la iglesia de San Sebastián, momentos antes de descender a las catacumbas. La acompañaba, creo, una institutriz francesa, présbita o algo por el estilo, y la chiquilla debía contar por aquel entonces diecisiete o dieciocho años. Recuerdo con singular perfección, por cierto, la figura de ella en el antro subterráneo, un poco adelante de mí, portando la misteriosa vela encendida, y cuyos reflejos azules o grises temblaban sobre su cabellera negra como una lengua de fuego sobre cualquier superficie húmeda. Resultaba indescriptiblemente sugestivo el contraste de los dos personajes que precedían: el guía —un carmelita de cabellos rizosos y nariz aguileña— y aquella espiritual muchacha, silenciosa, tímida, frecuentemente suspirante, que caminaba altivamente por entre las fosas abiertas y los cráneos diseminados.
   Tres veces más nos encontramos. Una, fortuitamente, en el Foro Romano, y las restantes, de común acuerdo, en su propio hotel —¿Hotel Londres?— acompañada de sus familiares. (No recuerdo en qué número, pero tres probablemente.) Durante estas dos últimas entrevistas me fue dado comprobar con natural sorpresa la habilidad poco común de la joven para jugar al ajedrez. Creo que no logré ganarle una sola partida.
     Ya a punto de despedirnos la última noche —ellos zarpaban de Nápoles próximamente— recuerdo muy bien que me dijo:
     —Pronto, muy pronto, Mr. X, se olvidará usted de Margaret Rose…
     Esto no tiene mayor importancia y lo habría olvidado sin lugar a dudas, a no ser por lo que ocurrió a continuación.
    Nos hallábamos ambos en la sala de lectura del hotel, sentados ante una mesita cuadrada, con mi rey en jaque mate, cuando la joven tendió su mano sobre el tablero y añadió compungidamente:
     —¿Por qué es tan ingrata la gente, Mr. X?
  Yo aduje no sé qué falso y estúpido razonamiento, pretendiendo disuadirla de tan amarga verdad, mas contra lo que podría esperarse, su reacción fue de lo más inusitado. Retiró el brazo lentamente, palideció de un modo angustioso, clavó en mí sus ojos febriles y balbució con un acento, diré de justo sonambulismo:
     —Está bien. Sí, no nos volveremos a ver más… Acto seguido se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar desconsoladamente.
     Apareció la dama francesa, y he aquí lo más singular del caso. Lejos de mostrarse sorprendida o alarmada, se aproximó silenciosamente a la chiquilla, la ayudó a incorporarse ofreciéndole la mano y procedió a secar sus lágrimas, según se hace con una criatura. Entonces, dirigiéndose a mí, con la gravedad más embarazosa, suplicó:
     —Disculpe usted, caballero. Creo que le sea fácil comprender.
   Las vi alejarse rumbo al vestíbulo y nunca más volví a ver a Miss Margaret Rose.
     Yo regresé a América, y veinte días después de mi llegada a Nueva York recibí inesperadamente una tarjeta postal desde Londres. Margaret Rose me recordaba, «agradeciendo infinitamente los excelentes ratos que le había deparado en Italia».
     Ésta, su imprevista y extraña misiva de hoy, es, a partir de aquella fecha, la primera noticia suya.
     ¡Cuán sensacional e insospechada es a pesar de todo la vida!



   A mis cincuenta años, con el cabello blanco y roído el espíritu por un sinfín de achaques físicos y morales, me satisface plenamente percatarme de las reservas de optimismo y vigor que aún conservo bajo estos huesos. No es común ni mucho menos que un hombre en semejantes condiciones logre hallar algo realmente interesante o atractivo en las sencillas y melancólicas cosas que nos rodean. El amor, la perfecta salud física, la avidez por tanto placer ignorado, exageran las bellezas existentes. Un día azul y cálido nos exalta; una luna redonda y limpia nos conmueve; sentimos, como parte de nuestra circulación sanguínea, el flujo y reflujo de la marea; la música nos arranca lágrimas o gritos de insensato júbilo; el alcohol remueve nuestros más profundos instintos; la noche nos place por obscura y propicia; el día, por luminoso y alegre. Y ese vibrar de nuestros músculos, ese estampido continuo de nuestro corazón, esa hambre insaciable de todas nuestras potencias físicas e intelectuales, dotan a la realidad de un ropaje opulento de lozanía, transparencia y ardor. De un ropaje que, por desdicha, va destiñéndose lamentablemente a medida que el tiempo avanza, hasta que definitivamente, inexorablemente, como una bella tarde que concluye o un cacharro que se rompe, nos encontramos rodeados de una inanición, una frialdad y unas espantosas tinieblas.
    A través de la ventanilla del ferrocarril, contemplo ahora el campo fecundado por los transportes de la primavera. Una dulce y variable brisa mece los juncos, los tallos vivos de las flores, las ramas irisadas de los árboles, la ropa blanca puesta a secar sobre las piedras de los corrales. Pasta o abreva el ganado, sumergidas sus pezuñas en el corazón húmedo de la hierba. Cruzan ligeras y alegres las golondrinas, chillando estridentemente. Los arroyos tiemblan con un temblor divinamente musical y tierno. El humo azul o pardo del carbón se tiende alto, alto, bajo el firmamento metálico, desgarrándose en fragmentos —nubes sin coordinación, inconsistentes, absorbidas fatalmente por esa inmensidad solemne y luminosa—.
     Y yo experimento, en virtud de estos nada sensacionales y siempre repetidos acontecimientos, una impresión de impaciencia que recuerda la del sediento frente a un manantial de agua pura y susurrante. Como un genuino adolescente o un ser que jamás ha rebasado los linderos de sus comarcas, presto una atención desmedida a cuanto se desarrolla a mi alrededor. Lógico sería, no obstante, que tras recorrer la mitad del mundo y presenciar —y sufrir también— hechos por demás dolorosos, esta campiña inglesa tan lisa, tan insubstancial, tan flemática, me impulsara a desdoblar el diario y apartar mi vista de lo que mi vista ha contemplado innúmeras veces. Pero lejos de ser así, miro al sol bajar, bajar allá en el horizonte, y en mi interior algo también desciende, se ensombrece, calla, y temo —algún día necesariamente ha de ser— que fenezca.
     Tal noción de lo inevitable y la luz que se va extinguiendo ocasionan, como de costumbre, que mi ánimo decline y mis pensamientos sean más densos.
     Tiro, pues, de la cortinilla, y en el solitario compartimiento del express me entrego a otro género de reflexiones.
    Margaret Rose… Margaret Rose… ¡Cuán lejano y obscuro se me representa aquel encuentro! Como si hubieran caído otros diez años a partir del día en que recibí su última carta, escasamente logro ahora revivir el más insignificante detalle. Sin embargo, no he dejado de pensar en todo ello durante los últimos días; no he cejado, hasta obtener de mi memoria una información conveniente. Y repito, hoy, ahora más intensamente que nunca, la existencia y proximidad de semejante mujer se me antoja absurda.
     Leo y releo su incomprensible mensaje, que conservo en el bolsillo.
    Margaret Rose… Cierro los ojos, con objeto de acoplar bien sus rasgos fisonómicos y, en cambio, evoco intempestivamente un ademán suyo, olvidado por completo: aquel de extender su mano fina y blanca hacia una pieza del ajedrez, tocarla después por la punta y hacerla al fin deslizarse sobre el tablero con un movimiento raudamente misterioso… Margaret Rose… singular y extraña criatura, siempre vestida de verde, a quien veo ahora reclinada contra un árbol, exhausta, sofocada por el tórrido sol italiano, observando cuanto la rodea con una expresión peculiar de insensibilidad o desconfianza… Margaret Rose… en la actualidad casada con un multimillonario yanqui…
     El tren da una brusca sacudida, se detiene ruidosamente, y cruzan por el pasillo en ese instante gran número de viajeros con su exiguo equipaje en la mano.
     … ¿Una chocante aventura de amor? ¿Un candoroso e inocente rapto de sentimentalismo? ¿Una excentricidad, entre infantil y enfermiza, de una mujer rica y joven que se aburre? ¿Un propósito secreto, una necesidad urgente y grave de ayuda, insoluble para mí, pero angustiosa e intransferible para ella? ¿Un chantaje? ¿Una cobarde venganza de mis numerosos enemigos…?
     Cuando echo pie a tierra, un hombrecillo azafranado se me acerca en el andén de la estación e inquiere mi nombre. Tan luego me identifica toma mi maleta decididamente, invitándome con un gesto a seguirlo. Él delante, yo detrás, cruzamos la sala de espera, descendemos unos peldaños negruzcos y llegamos hasta un espléndido carruaje tirado por un magnífico tronco de caballos blancos.
     De la obscuridad total de la noche emergen a ambos lados del camino aisladas luces muy débiles, a cuyo resplandor, sin embargo, el follaje adquiere una vivacidad submarina y misteriosa. Los caballos, en pleno galope, se internan por regiones profundas, inusitadamente sombrías, y cuyo murmullo es en extremo agradable. Las curvas son numerosas, a veces muy pronunciadas, y yo tengo que asirme fuertemente del vehículo a fin de no salir despedido. Percibo, casi a intervalos iguales, el golpe del látigo en el aire. Croan las ranas en un próximo estanque que adivino, desaparecen ocasionalmente los faroles, los caballos aceleran su marcha y, arriba, un puñado de insignificantes estrellas tiembla sobre el cielo cárdeno y compacto.


   De pronto, las luces de una casa que a simple vista me parece gigantesca se destacan sobre las copas de los árboles, a regular distancia. Nos detenemos frente a una gran verja, cubierta a tramos por floridas y exuberantes enredaderas. En el edificio —simultáneamente a nuestra llegada— se van apagando las luces, hasta quedar una sola ventana iluminada en la planta alta. Se apea el cochero y yo lo imito, disponiéndome a seguirlo. Enciende una lamparilla eléctrica. Durante diez minutos, más o menos, bordeamos la enorme huerta, bajo una imponente masa de fronda que el viento arrulla blandamente. Una pequeña puerta ojival, empotrada en el espeso muro a manera de cripta, parece ser de momento nuestro destino. Mi acompañante posa la maleta, extrae una llave del bolsillo, introduce ésta en la cerradura y la puerta cede, no sin cierta resistencia. En el interior la luz es escasa, algo amarillenta y titubeante. Ascendemos a tientas a lo largo de una empinada escalera de caracol que trepa hacia las tinieblas. Las paredes desnudas, la ausencia total de mobiliario y cierto olor penetrante a guisos y especias, me advierten que nos hallamos en la zona de servicio. Empero, no se escucha ruido o voz alguna, cual si la casa estuviese deshabitada o todos sus moradores durmieran.
    Ya arriba, cruzamos un vasto corredor de piedra, que cubre raída alfombra escarlata. Otra puerta que franqueamos. Un pequeño recibidor, totalmente a obscuras, y una puerta más, contra la cual el cochero golpea enérgicamente. Pretendo, a un tiempo, hacer aceptar a éste una propina, dando por terminado mi viaje, pero él rehúsa una vez y otra. Desaparece al cabo con mi equipaje y yo distingo los pasos blandos de alguien que se aproxima en la silenciosa estancia. La puerta, en efecto, se abre, y me encuentro de manos a boca con Margaret Rose Lane en persona.
    Margaret Rose —ahora sí recuerdo— exactamente igual a como la conocí hace diez años. Igual de lánguida, de pálida, tal vez un poco más frágil, con sus dos ojos negros, fenomenales —¡no sé cómo haberlos llegado a olvidar tan fácilmente!— y su cabellera negra, lacia, recogida sobre la nuca.
   Permanecemos en pie uno frente a otro, en silencio, mirándonos atentamente. Ella esboza una sonrisa y yo, sin explicarme la causa, no encuentro nada oportuno que decir. Lo intento en vano repetidas veces.
     —Margaret… —articulo al cabo trabajosamente.
    Muy grave, muy aérea, con su bata verde hasta los tobillos, cierra la puerta con llave y me muestra un asiento.
     Ocupo el sillón, exageradamente mullido y amplio, del cual emerge mi tronco como el de un exiguo arbusto en una gran zanja. Se sienta ella frente a mí, con una extraña impasibilidad en el rostro. Nos separa una mesita de ajedrez con las piezas listas. Arde —no sé por qué razón en primavera— un fuego gigantesco en la chimenea de piedra. El salón parece inmenso, dando la impresión de hallarse vacío.
    —Margaret… —prorrumpo de nuevo; y mi voz es tan lejana que me sorprendo de ser yo mismo quien esté hablando—. ¿Es todo esto acaso un sueño?
     Ella sonríe, fijas, fijas sus fenomenales pupilas en mí.
   —¿Es esto un sueño? —repito instintivamente, tratando de provocar otra vez aquel terrible eco que se escurre por los muros, casi corpóreo.
     Ríe y no habla, tal vez complacida de mi turbación.
     Y en efecto: una desazón agudísima, completamente indescifrable, vase apoderando de mí a cada minuto que transcurre. Una sensación por demás extraña, ni de incomodidad o angustia, ni de ansiedad o sobresalto, ni de pavor o desconfianza, sino propiamente de vacío, de inestabilidad o ausencia, como si mi personalidad, pongo por caso, fuese anulada gradualmente por otra personalidad intrusa que ocupara su lugar. Bien como al despertar de un sueño, bien como al entrar en él…
     —Margaret —insisto; y del techo se desploma una voz que no es la mía—: «Margareeeet».
     Continúo:
     —No sé de qué singular impresión he sido víctima al penetrar en este lugar y encontrarme con usted de nuevo. ¡Discúlpeme! Cuando recibí su carta, hace apenas unos días, me sentí poseído por un vivo afán de recordar, recordar juntos y libremente aquellos lejanos momentos de Italia. Pero ahora, vistas sensatamente las cosas, no sé si deba reprocharme el haber acudido a la cita. No es prudente ser irreflexivo y considero haberlo sido esta vez de sobra…
     Ríe, ríe ella; mostrando sus dientes pequeños, cuadrados. Y la risa le agita el cuerpo y se estrella después contra los muros, con un sonido semejante al que produce el granizo golpeando un tejado de lámina.
     —No, no es prudente lo que hemos hecho…
     No cesa de reír, tapándose el rostro con ambas manos, y estoy a punto de saltar sobre ella para hacer cesar de una vez por todas aquella risa.
   —¿Se burla usted de mí? —exclamo reprimiéndome, pero comprendiendo ya que algo más grave y siniestro se esconde tras de aquellos labios convulsos.
     Ríe, ríe y me mira, un poco ladeada la cabeza.
     —¿Es para esto, Margaret Rose, es para esto para lo que usted me ha hecho venir a su casa? ¿Es para esto…?
     Una sobreexcitación inaudita se ha apoderado ya de mí. No acierto a coordinar bien mis reflexiones y mucho menos a buscar un medio juicioso de acallar aquella risa que, penetrándome por los oídos, se derrumba en las tinieblas de mi cuerpo resquebrajándome los nervios.
     —¡Basta, basta ya, Margaret! —suplico incorporándome, aunque sin decidirme a ir hasta ella—. Es posible que se halle usted fatigada, un poco enferma… Convendría que se retirara a descansar ¿le parece? ¡Le prometo volver en cuanto usted me lo indique!
     Ríe ahora más escandalosamente, examinándome de arriba abajo. Ríe, y aquella catarata de risa que amenaza con no terminar nunca le ha sonrojado levemente las mejillas y llenado de lágrimas los ojos. Ríe, y en la lóbrega intimidad de la estancia aquella boca abierta, crispada, se ilumina intermitentemente con el fulgor de las llamas. Ríe, ríe, mientras me apresto a salir, encaminándome hacia la puerta. Pero de pronto calla.





     Y un silencio desmesurado, sobrenatural, se extiende en torno mío; un silencio no semejante a ningún otro, que me hace detenerme. Vuelvo el rostro, temiendo encontrarme con un cuerpo exánime sobre la alfombra y me hallo, en cambio, con un semblante hierático, frío, perfectamente inmóvil, sobre un cuello erizado y firme como la punta de una roca. Nos miramos desconfiadamente, tal vez asustados de nosotros mismos. Permanecemos así largo rato, yo al extremo opuesto de la estancia. El silencio o mi sangre zumba. Llamean los leños. Y, maquinalmente, como si aquella extraña personalidad a que he aludido antes actuara ahora sobre mis músculos, hasta tal punto que todo intento de defensa es vano, giro en redondo, vuelvo sobre mis pasos, torno al sillón, y me siento.
     Enorme, profundo y alucinante es el silencio que reina.
  Pero Margaret Rose echa atrás la cabeza, entrecierra un poco sus fenomenales ojos y musita con una languidez malsana, moviendo rítmicamente los labios:
     —¡Esta estúpida risa!
     Suspira.
     —¡Es horrible esta risa, Mr. X! ¡Horrible horrible esta risa que no sé de dónde me brota…!
    Yace inmóvil, con una visible expresión de tristeza, en un completo abandono, dejando fluir las palabras, dulces, acariciantes, dolorosas.
    —Horrible horrible, porque en las noches, cuando todos duermen y nadie escucha, la risa anda por ahí suelta, golpeándose contra las puertas siempre cerradas. ¡También son horribles las puertas cerradas, Mr. X!
     No sé qué especie de fascinación emana de su rostro, ahora extático.
    —Contra una puerta cerrada uno llama ansiosamente y nadie abre… Contra una puerta cerrada no queda nada qué hacer: sólo reír, reír, y la risa es un tormento. ¡Mas ni aun así se abre! Podemos dejar allí nuestras entrañas, caer sin sentido o volvernos locos, y no hay una sola mano que empuje la puerta… ¿No es esto detestable, Mr. X?
     Más y más su inmovilidad se intensifica, y su mirada se pierde en la bóveda invisible, y sus palabras brotan enervantes, demasiado lentas, como un veneno mortífero aunque de sabor extraordinariamente exquisito.
     —¡Esta maldita risa!
     Otra vez el silencio insufrible.
    Y una idea pavorosa, incomprensiblemente olvidada, se ilumina en mi cerebro. Una idea de cuya naturaleza no habla tenido hasta ahora el menor atisbo y que me deja paralizado allí sobre el asiento, en estado poco menos que inconsciente.
     «Margaret Rose Lane había fallecido hace tiempo».
   ¿Cuánto? No puedo aclararlo en tan espantosos momentos, pero la certeza de tal hecho no ofrece lugar a dudas. Tal vez cinco años, seis… ¿Acaso no recuerdo muy distintamente el momento preciso de recibir la noticia? Un diario en el club, cierta noche…
     —¡Margaret! —exclamo incorporándome bruscamente, con un temblor irreprimible en los labios—. ¡Margaret! ¿Es cierto?
     Debió sobrecogerla mi voz, el sudor que me arroyaba por las sienes, mi expresión indudablemente diabólica, porque su actitud es por completo distinta a la adoptada hasta ahora. Se incorpora también, avanza sin ruido —como un verdadero fantasma— y muy próxima a mí, hasta hacerme sentir la tibieza de su aliento, pregunta:
     —Mr. X, ¿qué le ocurre? ¿Se siente usted enfermo? ¡Oh, tranquilícese!
    —¡Margaret! ¡Margaret! —prorrumpo retrocediendo, tratando de evitar a toda costa el menor contacto con aquel ser abominable—. ¡Dígame la verdad, es preciso!
 —¿La verdad? —sonríe muy tristemente y, ante mi creciente anonadamiento, reclina con suavidad su cabeza en mi hombro—. La verdad, Mr. X, es que soy muy desdichada…
     Prosigue:
    —¡He pensado en usted como no puede imaginarse! —y dos lentas y amargas lágrimas le arroyan hasta los labios, se le desprenden del rostro y saltan sobre mi hombro—. ¡Mi vida pudo haber sido tan distinta…! Pero era aún una chiquilla, ¿me recuerda usted bien? No tuve valor. ¡Oh! Si aquella misma tarde la tierra se hubiera desplomado y todo hubiese concluido en un segundo habría sido mejor…
     Llora, llora, y ambos, de pie junto a la lámpara encendida, no somos sino dos seres absurdos, especie de ilusiones, cuya presencia habría sobrecogido al ánimo más templado de la tierra.
    —¡Algún día si usted gusta le haré mis confesiones y usted se horrorizará! ¡Qué terrible, oh, qué terrible y espantoso ha sido todo!
      Mira con inquietud repentina a todos lados, como temiendo que esté por presentarse aquello de lo que tan desesperadamente habla.
     —Cuando subíamos de las catacumbas, sobre el último peldaño de la escalera, usted me ofreció su mano. Era ya dentro de la iglesia… El carmelita aguardaba… Mademoiselle Fournier se había quedado un poco atrás… Yo dije: «Lléveme con usted para siempre, se lo ruego». Era mi salvación, la única oportunidad de ser realmente libre. Pero el miedo ahogó mi voz y usted no me oyó, Mr. X. Ni al día siguiente, ni después, volví a atreverme; no, no me atreví. ¡Y el drama no tuvo remedio!
     Sus cabellos fríos rozándome el rostro y el temblor convulso de sus brazos alrededor de mi cuello son las dos únicas cosas que percibo con mediana realidad. El resto: aquella voz melodiosa y titubeante; el fuego que vomita la chimenea; los muros altos y ennegrecidos; los muebles en las sombras; las lágrimas ya frías sobre mi carne… son testigos confusos y horripilantes del dolor de una mujer infame que sufre sobrehumanamente, con dolores nada parecidos a los de los hombres.
    —¡El drama no tuvo remedio! ¡El drama no tuvo remedio! —insiste ciñéndose a mí.
     Y otra voz en las alturas, por encima de la gran araña en penumbra, repite melancólicamente: «¡El drama no tuvo remedio!»
     Criatura inconsolable, infinitamente desdichada, víctima tal vez de algún tormento monstruoso y secreto, Margaret Rose vacía su alma en mi alma; y yo, progresivamente, sin esperanza, inevitablemente, como un moribundo en su sopor, voy abandonándome al éxtasis, a cierta especie de ebriedad espiritual —no sé si inconsciente o tácita— y a un desmoronamiento físico, típicamente agónico. No obstante, mediante un segundo de lucidez intensísima capaz de iluminar el cerebro de todos los hombres, logra sustraerme al hechizo de aquella voz de ultratumba y me desprendo de la mujer con violencia. La arrojo contra el asiento. Cae ella del primer golpe, su débil cuerpo enrollado como un trozo de serpentina. Negros, fenomenales los ojos, fijos en mí sin expresión alguna.
     Puedo gritar:
    —¡Estás muerta! ¡Estás muerta! ¡No oses moverte más porque estás muerta!
    Y ella calla, infinitamente triste, mirándome bien a los ojos, con una mirada tan semejante a la de un perro, que me estremezco.
     —¡Estás muerta! ¡Estás muerta! —continúo gritando—. ¡Aparta, porque estás muerta!
     De pie, bajo el invisible techo, pregoné mil veces creo durante la noche entera la verdad pavorosa y escalofriante. Y creo también que, durante todo ese tiempo, sus ojos no pestañearon o se movieron, fijos, fijos en mí, fenomenales y negros.
     —¡Estás muerta! ¡Estás muerta!
     Debió ser un rapto de locura mutua, no sé.
    A poco, Margaret Rose tendía graciosamente su mano blanca y larga hacia un alfil del tablero y, haciéndole deslizar por entre las demás piezas, balbucía tiernamente, con su voz cálida y tranquila:
     —Jaque mate.
     De nuevo me derrotaba, y de nuevo iniciábamos otra partida.
     —Jaque mate —otra vez.
     Así repetidas veces.
     —¡Oh, Margaret Rose!, juega usted admirablemente.
   Y el humo de nuestros dos cigarrillos se mezclaba en la atmósfera pesada, ascendía hasta el techo, formaba bellas nubes ondulantes y se perdía, perfumado y alegre, en las dulces sombras nocturnas. Y reíamos confiadamente, y evocaba ella con frases interrumpidas tantas y tantas olvidadas reminiscencias: el carmelita austero, de espesos cabellos ensortijados, que pronunciaba el inglés con cierta entonación sollozante; los pinos lánguidos y solitarios de la Vía Apia, semejantes, en los atardeceres romanos, a largas copas de zafiro, rebosantes de un vino denso y escarlata; el Pincio, con sus fuentes espumosas; Santa María la Mayor, San Pietro in Vincoli; el Trevi, el Foro, las negras rejas de encaje… Y las piezas se deslizaban sobre el tablero, gemía muy dulcemente la brisa, asomaba a intervalos la luna, y un bienestar casi voluptuoso me recorría las venas.
     No, no logré derrotarla.
     —Admirablemente, admirable… —exclamo al fin, dándome por vencido.
   Mas, inopinadamente —clarea ya el alba—, Margaret Rose me mira aterrada, pálida como un trozo de mármol. Sus ojos rebasan las órbitas, sus brazos tiemblan convulsamente. No sé qué dentro de ella, como un pájaro endemoniado, comienza a despertar y manifestarse. Chasca los dientes, gime, contrae los músculos del cuello, trata de apartar la mesa con sus piernas rígidas, se endereza un poco, ríe, y, al cabo, lanza un pavoroso grito, increíblemente prolongado que recorre la estancia y después huye por la casa. Fijos, fijos en mí sus fenomenales ojos, parecen no lograr desasirse de algo que los cautiva, que los subyuga, que los espanta y los somete irresistiblemente. Me pongo en pie, sobresaltado, comprendiendo que algo muy grave sucede. La llamo inútilmente por su nombre; la sacudo por los hombros; fríos, fríos están sus brazos y cubierta de sudor su frente…
     Ha transcurrido el tiempo y aún aquel grito se enrosca afuera entre los árboles.
     —¡Margaret! ¡Margaret Rose! —imploro.
     Y los ojos fijos, irracionales.
     —¡Margaret Rose!
     Suenan pasos cercanos y una puerta se abre. De la penumbra, no sé a través de qué cortinajes o sombras, emerge un hombre en pijama, alto, joven, atlético. Viene descalzo y con los cabellos enmarañados sobre la frente. Justamente conturbado, no repara en mí. Por el contrario, cruza a mi lado a toda prisa, en dirección a la joven. La acaricia, la besa, le ordena unos cabellos sueltos tras de la oreja. Se sienta sobre el brazo del sillón.
   —Margaret Rose… Mi pobre Margaret Rose… —le dice persuasiva, doloridamente, pasándole sin cesar la mano por la frente.
    —¡Caballero! —me decido a exclamar, con un febril estremecimiento en los párpados.
    Mas el hombre continúa sin advertirme, acariciando aquel exangüe y sudoroso cuerpo.
     —Margaret Rose, anda a dormir, criatura… Otro día jugarás al ajedrez, ¿te parece? Margaret Rose, obedéceme…
  —¡Caballero! —grito por segunda vez, con todas mis fuerzas—. ¡Caballero!
     Margaret Rose abre suavemente los ojos y, al verme de pie frente a ella, torna a gritar tan frenéticamente como antes, señalándome con un dedo.
     —¡James! ¡Ahí está, ahí…! ¡Míralo!
     Y se desploma sin sentido.
    Su marido mira hacia donde yo estoy —rozándole casi la espalda— y mueve tristemente la cabeza. Luego, con su esposa en brazos, cruza a mi lado misteriosamente. Así los veo desaparecer, lúgubres, silenciosos, lentos, por entre los cortinajes rojos…
    Y yo descubro, alarmado, que no soy ya sino un melancólico y horripilante fantasma.