Vivíamos en familia en aquel tiempo, numerosa, muy numerosa: mi padre, mi madre, mi tío y mi tía, mis dos hermanos y mis cuatro primas; eran unas lindas niñitas. Me casé con la más joven. De toda esa muchedumbre, sólo hay tres sobrevivientes: mi mujer, yo y mi cuñada que vive en Marsella. ¡Cristo! Cómo desaparece una familia, me hace temblar cuando pienso. Yo tenía entonces quince años, y ahora cincuenta y seis.
Así, íbamos a celebrar la Noche de Reyes, estábamos muy contentos, muy felices. Todos esperábamos la cena en el salón, cuando mi hermano mayor, Santiago, dijo:
–Hay un perro que aúlla en la llanura hace diez minutos, debe ser una pobre bestia perdida.
No había terminado de hablar cuando la campana del jardín sonó. Tenía el sonido profundo de una campana de iglesia que hace pensar en los muertos. Todo el mundo se estremeció. Mi padre llamó al sirviente y le dijo que fuera a ver. Estábamos en completo silencio; pensábamos en la nieve que cubría toda la tierra. Cuando el hombre volvió, afirmó que no había visto nada. El perro se mantenía aullando sin cesar, y su aullido no cambiaba de lugar.
Nos sentamos a la mesa; pero estábamos un poco intranquilos, sobre todo los jóvenes. Todo anduvo bien hasta el asado, cuando la campana empezó a sonar de nuevo, tres veces continuadas, tres golpes pesados, largos, que hicieron vibrar hasta la punta de nuestros dedos y que nos cortaron el aliento violentamente. Sentados, mirándonos con el tenedor en el aire, todavía estábamos escuchando sobrecogidos por una especie de miedo sobrenatural.
Mi madre por fin habló:
-Es extraño que hayan esperado tanto para volver a llamar. No vaya solo, Bautista, uno de estos señores lo acompañará.
Mi tío Francisco se levantó. Era una especie de Hércules, muy orgulloso de su fuerza, y no temía a nada en el mundo. Mi padre le dijo:
–Toma un arma. No sabemos qué puede ser. Pero mi tío sólo tomó un bastón y salió inmediatamente con el sirviente.
Nosotros continuábamos temblando de terror y angustia, sin comer, sin hablar. Mi padre intentó tranquilizarnos:
–Ya verán –dijo– que es algún mendigo o algún viajero perdido en la nieve. Después de llamar la primera vez, viendo que la puerta no fue abierta inmediatamente, intentó encontrar su camino de nuevo, y como no fue posible, volvió a nuestra puerta.
La ausencia de nuestro tío pareció durar una hora. Él volvió al fin, furioso, maldiciendo:
–Nada, nada en absoluto; es un bromista. Nada más que ese perro condenado que aúlla a cien metros del muro. Si yo hubiera llevado un fusil, lo habría matado para hacerle callar.
Volvimos a la cena, pero todos estábamos angustiados, sentíamos muy bien que esto no había terminado, que pasaría alguna cosa, que la campana, en cualquier momento, sonaría otra vez.
Y sonó justo en el momento de cortar el pastel de Reyes. Todos los hombres se levantaron al mismo tiempo. Mi tío Francisco, que había bebido champaña, afirmó con tanta fuerza que lo masacraría, que mi madre y mi tía se lanzaron sobre él para evitarlo. Mi padre, muy calmado y un poco desvalido (él cojeaba de una pierna desde que se había caído del caballo), dijo, a su vez, que él deseaba saber de qué se trataba y que él iría. Mis hermanos, de dieciocho y veinte años, corrieron a buscar sus fusiles; y como nadie se fijaba en mí yo cogí una carabina del jardín, disponiéndome también a acompañar la expedición.
Partimos inmediatamente. Mi padre y mi tío caminaban adelante con Bautista que portaba una linterna. Mis hermanos, Santiago y Pablo, les seguían y yo iba detrás a pesar de los ruegos de mi madre, que estaba con su hermana y mis primas en el umbral de la puerta de la casa.
Había estado nevando de nuevo durante la última hora y los árboles estaban cargados. Los pinos estaban doblados bajo el pesado vestido pálido, parecían pirámides blancas, enormes panes de azúcar; apenas se percibían, a través de las cortinas grises de copos menudos y apresurados, los arbustos más pequeños, todos pálidos en la sombra. La nieve caía tan espesa que no veíamos a más de diez pasos de nosotros. Pero la linterna proyectaba una gran claridad delante de nosotros. Cuando empezamos a bajar la escalera de caracol del muro yo me asusté verdaderamente. Sentía como si alguien estuviera caminando detrás de mí, iba agarrarme por los hombros y llevarme, sentía un fuerte deseo de volver; pero, como tendría que volver a cruzar todo el jardín solo, no me atreví. Escuché abrir la puerta que daba al campo; mi tío empezó a jurar de nuevo:
―Por la gran… ¡Se ha ido de nuevo! ¡Si yo viera su sombra no se escaparía, el cerdo!
Era siniestro ver la llanura, o más bien sentirla delante de nosotros, porque no podíamos verla; podíamos ver sólo un velo espeso e interminable de nieve, en lo alto, en el suelo, al frente, al lado derecho, a la izquierda, por todas partes.
Mi tío continuó:
–Escuchen, de nuevo el perro aúlla; le enseñaré cómo disparo. Al menos algo ganaremos.
Pero mi padre que era de buen corazón, dijo:
–Será mucho mejor buscar a ese pobre animal que llora de hambre. Ladra por ayuda, pobre infeliz; llama como un hombre en peligro. Vamos por él.
Así nos pusimos en marcha a través de la cortina de nieve que caía espesa y continua, que llenaba la noche y el aire, que se agitaba, flotaba, caía y enfriaba la carne, derritiéndose. La enfriaba con una sensación ardiente, como un dolor penetrante y fugaz sobre la piel, a cada toque de los pequeños copos blancos.
Nos hundíamos hasta las rodillas en esa masa suave y fría; teníamos que levantar muy altas las piernas para caminar. A medida que avanzábamos, el aullido del perro se hacía más claro, más fuerte. Mi tío gritó:
–¡Aquí está!
Nos detuvimos para observarlo, como se debe hacer enfrente de un enemigo que se encuentra por la noche. Yo no veía nada, entonces me uní a los otros y lo vi; era espantoso y fantástico ver ese perro, un perro negro grande, un perro pastor con pelo largo y la cabeza de un lobo, parado en sus cuatro patas, al final del largo sendero luminoso de la linterna sobre la nieve. No se movió, se calló y nos miró.
Mi tío dijo: -Es extraño, no avanza ni retrocede. Mejor le pego un tiro de fusil.
Mi padre contestó con voz firme:
–No, debemos agarrarlo.
Entonces mi hermano Santiago agregó:
–Pero no está solo. Hay algo a su lado.
Había una cosa detrás de él, en efecto, algo gris, imposible de distinguir. Reanudamos la marcha con precaución.
Cuando nos vio acercarnos el perro se sentó sobre sus cuartos traseros. No tenía un aire amenazante. Parecía, más bien, contento de haber llamado la atención de la gente.
Mi padre fue derecho a él y lo acarició. El perro lamió sus manos. Estaba amarrado a la rueda de un cochecito, una suerte de coche de juguete envuelto completamente en tres o cuatro mantas de lana. Levantamos la ropa con cuidado y cuando Bautista acercó su linterna al frente del pequeño vehículo que se parecía a una casa de perro rodante, vimos en él a un bebé que dormía.
Quedamos tan sorprendidos que no podíamos decir palabra. Mi padre fue el primero en reaccionar, y como tenía un gran corazón y un alma un poco exaltada, extendió la mano sobre el techo del coche y dijo:
―Pobre expósito abandonado, tú serás nuestro –y ordenó a mi hermano Santiago que empujara delante de nosotros nuestro hallazgo.
Mi padre continuó, pensando en voz alta:
─Un niño, hijo del amor, cuya pobre madre ha venido a tocar a mi puerta en esta noche de Epifanía en memoria del Niño de Dios.
Se detuvo y con toda su fuerza gritó cuatro veces, a través de la noche, hacia los cuatro rincones del cielo:
─Lo hemos encontrado.
Luego, poniendo su mano en el hombro de su hermano, murmuró:
一¿Y si hubieras disparado al perro, Francisco?
Mi tío no contestó, pero hizo en la sombra un gran signo de la cruz; era muy religioso a pesar de sus actitudes fanfarronas.
Se había soltado al perro y nosotros lo seguíamos.
¡Ah! Pero lo que fue digno de ver fue la vuelta a la casa. Al principio fue difícil subir el coche por la escalera de caracol del muro; pero tuvimos éxito para llevarlo rodando hasta el vestíbulo.
Qué excitada, contenta y sorprendida estaba mamá y mis cuatro primas pequeñas (la más joven tenía sólo seis años); parecían cuatro gallinas alrededor de un nido. Finalmente sacamos al bebé del coche: aún dormía. Era una niña de seis semanas de edad, aproximadamente. Encontramos, en su ropa, diez mil francos en oro, sí, diez mil francos en oro, que papá ahorró para su dote. Por consiguiente, no era un niño de gente pobre, pero, quizás, el niño de algún noble y una campesina del pueblo… o quizás… hicimos mil suposiciones y nunca supimos algo… ni una pista. El perro mismo no fue reconocido por nadie. Era un extraño en la comarca. De todos modos, la persona que tocó tres veces a nuestra puerta conocía bien a mis padres, para haberlos elegidos de ese modo.
Así es cómo la señorita Perla entró, a la edad de seis semanas, en la casa de los Chantal.
Sólo más tarde se le llamó señorita Perla. Fue bautizada al principio: “María, Simona, Clara”. Clara más adelante le serviría como nombre de pila.
Puedo asegurarte que nuestra vuelta al comedor fue muy divertida, con la criatura despierta que miraba las personas y luces a su alrededor con ojos grandes, azules y curiosos.
Nos sentamos a la mesa y se repartió el pastel. Yo fui el rey, y tomé por reina a la señorita Perla, así como usted ahora. Ella no se dio cuenta, ese día, del honor que le hacíamos.
Así, la niña fue adoptada y criada en la familia. Ella creció, los años volaron. Era paciente, dulce y obediente. Todo el mundo la amaba tanto que la habrían mimado abominablemente si mi madre no lo hubiese impedido.
Mi madre era una mujer de disciplina y gran respeto a las distinciones jerárquicas. Consintió en tratar a la pequeña Clara como a sus propios hijos, pero trataba, no obstante, que la distancia que nos separaba fuera bien marcada y la situación bien establecida. Por consiguiente, en cuanto la niña pudo comprender, le hizo conocer su historia y le hizo penetrar, dulce y tiernamente, en la mente de la pequeña que, para los Chantal, ella era una hija adoptada, acogida, pero, no obstante, una extraña.
Clara entendió la situación con una inteligencia singular y con un instinto sorprendente; y supo tomar y guardar el lugar que le habían asignado, con tanto tacto, gracia y bondad que emocionaba a mi padre hasta hacerlo llorar.
Mi madre misma se emocionó tanto por la gratitud apasionada y la devoción un poco tímida de esta amable y tierna criatura que ella comenzó llamándola “mi hija”. A veces, cuando la pequeña había hecho alguna cosa buena, mi madre levantaba sus lentes sobre su frente, algo que indicó siempre una emoción en ella, y repetía:
—Pero si es una perla, una verdadera perla esta niña.
Este nombre se quedó para la pequeña Clara y vino a ser y permaneció para nosotros como la señorita Perla.
IV
El señor Chantal se detuvo. Estaba sentado en el borde de la mesa de billar, los pies colgando, y manipulando una bola con su mano izquierda, mientras con su derecha arrugaba un trapo que servía para borrar los puntos sobre la pizarra y que llamábamos “el trapo de la tiza”. Un poco rojo, la voz sorda, hablaba para sí abismado en sus recuerdos, avanzando suavemente, a través de las cosas antiguas y los viejos sucesos que se despertaban en su mente; caminando a través de sus pensamientos como se camina por los antiguos jardines de la familia, donde fuimos criados y donde cada árbol, cada sendero, cada planta, cada seto puntiagudo, los laureles perfumados, los tejos cuyas semillas rojas y grasosas triturábamos entre los dedos, hacen surgir a cada paso un pequeño acontecimiento de nuestra vida pasada, uno de esos pequeños sucesos insignificantes y deliciosos que constituyen el fondo mismo, la trama de la existencia.
Yo estaba frente a él, recostado contra la pared y con las manos descansando en mi taco de billar ocioso.
Él continuó al cabo de un minuto:
—¡Jesús, qué bonita era a los dieciocho años… y graciosa… y perfecta… ¡Ah! ¡Hermosa… hermosa… hermosa y buena… muy buena…una muchacha encantadora… Tenía los ojos… los ojos azules… transparentes… claros… como yo nunca había visto parecidos… ¡Jamás!
Se calló nuevamente. y entonces yo pregunté:
–¿Por qué nunca se casó?
Respondió, no a mí, sino a la palabra en pasado “casó”.
–¿Por qué? ¿Por qué? No ha querido… nunca ha querido. Tenía, sin embargo, treinta mil francos de dote, y fue solicitada muchas veces… ella nunca quiso. Parecía triste en aquella época. Eso era cuando yo me casé con mi prima, la pequeña Carlota, mi mujer, con quien estuve comprometido durante seis años. Miré al señor Chantal, y me pareció que podía leer en su alma, que penetraba repentinamente en uno de esos ocultos y crueles dramas de corazones honrados, sinceros y sin culpa; uno de esos dramas inconfesables, inexplorados, que no han sido conocidos por nadie, ni tan siquiera por las propias silenciosas y resignadas víctimas.
Una aguda curiosidad me impelió de repente a preguntar:
–¿Es usted con quién debió casarse, señor Chantal?
Se estremeció, me miró y dijo:
–¿Yo? ¿Casarme con quién?
–Con la señorita Perla.
–¿Por qué?
–Porque usted la amaba más que a su prima.
Me miró fijamente con ojos extraños y espantados, luego balbució:
–¿Yo la he amado… yo? ¿Cómo? ¿Quién te dijo eso?…
–¡Nadie! pero se ve a la legua. Precisamente por ese motivo usted tardó tanto tiempo en desposar a su prima que estuvo esperando durante seis años.
Chantal dejó caer la bola que tenía en la mano izquierda, tomó con las dos manos el trapo de la tiza y, cubriéndose la cara, comenzó a sollozar en él. Lloraba de una manera desconsolada y ridícula, como llora una esponja que se aprieta, por los ojos, la nariz y la boca al mismo tiempo. Tosía, escupía, se sonaba en el trapo de la tiza, se secaba los ojos, estornudaba; volvieron a fluir de nuevo las lágrimas por todas las arrugas de su cara, con un ruido de garganta que hacía pensar en gárgaras.
Yo me sentía turbado, avergonzado; quería marcharme lejos y no sabía qué decir, qué hacer ni qué intentar.
De pronto la voz de la señora Chantal resonó en la escalera.
–¿No han terminado aún de fumar?
Abrí la puerta y grité:
–Sí, señora, ya bajamos.
Entonces me precipité hacia su marido y, tomándolo por los brazos le dije:
–Señor Chantal, mi amigo Chantal, escúcheme, su mujer nos está llamando; serénese, domínese rápido. Debemos bajar, cálmese.
–Sí… Sí… -tartamudeó él- Ya voy… pobre muchacha… voy… dile que voy en seguida.
Comenzó a limpiar cuidadosamente su cara con el trapo que, después de dos o tres años borrando la tiza de la pizarra, le dejó medio blanco y medio rojo con la frente, la nariz, las mejillas y la barbilla pintarrajeados de tiza y sus ojos enrojecidos aún por el llanto.
Lo tomé por las manos y lo arrastré a su dormitorio, mientras murmuraba:
–Le pido perdón, le pido mil perdones, señor Chantal, por haberle causado esta pena… pero… pero… yo no sabía… usted entiende.
Apretó mi mano:
–Sí… sí… hay momentos difíciles…
Entonces sumergió la cara en su lavatorio. Cuando se levantó, no me pareció suficientemente presentable; pero ideé una estratagema. Como se angustiaba más mirándose en el espejo, le dije:
-Todo lo que debe decir es que tiene una mota de polvo en el ojo y así podrá llorar delante de todos tanto como usted desee.
Bajó frotándose los ojos con su pañuelo. Todos se preocuparon. todos querían buscar la mota que no existía y se contaron casos semejantes en los que había sido necesario llamar a un médico.
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Giovanni Boldini - Mary Donegani, 1869
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Acudí junto a la señorita Perla y la miré, atormentado por una curiosidad abrasadora que devenía en sufrimiento. Ella debió ser muy bella en efecto, con sus dulces ojos, tan grandes, tan tranquilos y tan rasgados que parecía que nunca los cerrase como lo hacen el resto de los mortales. Su vestido era un poco ridículo, un verdadero vestido de solterona que no le favorecía nada, aunque tampoco le hacía parecer rara.
Me parecía que veía dentro de ella, como hacía poco había visto el alma del señor Chantal; me di cuenta, de principio a fin, de esa vida humilde, simple y sacrificada. Pero una necesidad me vino a los labios, una necesidad irresistible de preguntarle, de saber, si ella también lo había amado; si había sufrido, como él, ese largo sufrimiento secreto, profundo, que no se ve, que no se sabe, que no se adivina, pero que aparece en la noche, en la soledad del dormitorio oscuro. La miraba, veía latir su corazón bajo su blusa bordada y me preguntaba si aquel dulce y cándido rostro había llorado, cada noche, en la profundidad suave de la almohada, si había sollozado entre sobresaltos, por la fiebre ardiente del lecho. Le dije en voz baja, con timidez, como hacen los niños que rompen un juguete para ver lo que hay dentro:
–Si usted hubiera visto llorar al señor Chantal hace un momento, le habría tenido lástima.
Ella se estremeció:
–¿Qué? ¿Estaba llorando?
–¡Ah! ¡Sí, estaba llorando!
–¿Y por qué?
Parecía muy conmovida. Yo le contesté:
–Por su culpa.
–¿Por mi culpa?
–Sí. Me contó cuánto la había amado en el pasado; y cuánto le había costado casarse con su prima en lugar de usted.
Su cara pálida pareció alargarse un poco; sus ojos que siempre permanecían abiertos, sus ojos tranquilos, se cerraron repentinamente tan rápido que pareció que se cerraban para siempre. Se desplomó y cayo desde su silla al suelo, suavemente, como lo habría hecho un chal al caer. Yo grité:
–¡Socorro!¡Socorro! La señorita Perla se siente mal.
La señora Chantal y sus hijas vinieron en su ayuda, y mientras ellas buscaban agua, una toalla y vinagre, tomé mi sombrero y me puse a salvo. Me alejé a grandes pasos, mi corazón agitado, mi conciencia llena de remordimientos y pesar; pero a intervalos también contento, pues me pareció que había hecho algo loable y necesario.
Me preguntaba: “¿Hice mal? ¿Hice bien?” Ellos tenían eso en su alma como se guarda una bala de plomo en una herida cerrada. ¿No serían ahora más felices? Era demasiado tarde para que recomenzara su tortura y bastante temprano para que recordaran su amor con ternura.
Y puede ser que una tarde de la próxima primavera, conmovidos por un rayo de luna caído a sus pies sobre la hierba, se estrecharán la mano a través del ramaje, en memoria de todo aquel sufrimiento opresivo y cruel. Y quizás también ese breve contacto les pueda infundir en sus venas un poco de ese estremecimiento que no habrán conocido; dando a esas dos almas resucitadas en un segundo, la rápida y divina sensación de embriaguez, de esa locura que da más dicha a los enamorados, en un solo estremecimiento, de lo que puedan experimentar en toda su vida los demás mortales.
FIN
“Mademoiselle Perle”,
Le Figaro, 1886