Guaridas

lunes, 12 de mayo de 2025

HUÉRFANOS de BROOKLYN - de J. Lethem



Podríamos considerar este libro como una versión moderna de la novela negra más clásica. Al fin y al cabo tenemos una trama de corrupción, sicarios, una femme fatale y un detective pequeño investigando un asunto que se va haciendo cada vez más grande hasta conducirle a la cúspide del crimen organizado y corporativo de una ciudad. También es una pesquisa que no busca más rentabilidad que el deber; ya que el  detective se considera obligado a indagar sobre la muerte de un amigo recién asesinado. El círculo se estrecha si digo que Lethem cita en su novela a El halcón maltés de Dashiell Hammett y a El sueño eterno de Raymond Chandler.

Aunque hay que decir que el detective narrador no es el clásico. No tiene el glamour de un tipo duro que suelta frases cínicas y arrasa con las mujeres. Tampoco lleva gabardina, ni es un empedernido borracho. Lionel Essrog es uno de los detectives privados más insólitos de la novela negra porque padece el síndrome de Tourette; lo que le hace soltar "palabros", insultos e inconveniencias en los momentos más inoportunos. También besa a la gente o les toca el hombro compulsivamente y se obsesiona con el número seis. Todo un bicho raro al que su jefe no dudaba en llamar "engendro". Él mismo tiene claro en qué lo convierte su trastorno, "un charlatán de feria, un subastador, un artista de performance del centro, un hablante ambiguo, un senador ebrio de filibusterismo». Pero que nadie se llame a engaño, Essrog tiene una mente despierta, una memoria de elefante y su enfermedad le regala una ventaja para interpretar el lenguaje verbal y corporal de la gente. Su necesidad obsesiva de encontrar patrones se convierte en un activo para desentrañar la muerte de su amigo y jefe Frank Minna. 
 


Como muchos libros del género, este comienza con la muerte de un detective por meter las narices donde no le llaman. El cadáver de Frank Minna aparece entre la basura y la agencia de detectives que dirige queda paralizada. Allí trabaja Essrog y otros tres compañeros. Ellos son los Hombres Minna, cuatro huérfanos adolescentes a quienes Minna rescató del hospicio St. Vincent para trabajar en principio en su empresa de mudanzas (presuntamente de objetos robados). Pero los chanchullos de Minna le llevan a tener que salir por piernas cuando un día le destrozaron la furgoneta. Cuando reaparece un par de años más tarde es para reconvertir su empresa en una agencia de detectives en la que los cuatro huérfanos hacen de todo sin preguntar nada.
"Los hombres Minna conducen coches. Los hombres Minna escuchan las líneas grabadas. Los hombres Minna se quedan detrás de Minna, con las manos en los bolsillos, con aspecto amenazador. Los hombres Minna llevan dinero. Los hombres Minna recogen paquetes. Los hombres Minna siguen instrucciones...".
Essrog se lo debe todo a Minna y está dispuesto a tirar del hilo para saber en qué estaba metido y quién le mató. Pero la compleja red de turbios negocios que tejió su jefe no se lo va a poner fácil.

Lionel no es el único personaje que delata una visión moderna de la trama detectivesca; también hay una malvada corporación japonesa, unos monjes budistas que actúan como matones de la mafia y un omnipresente gigantón polaco devorador de kumquats. Todo ello sin contar con un personaje que lo permea todo, el propio barrio de Brooklyn.
"La calle Court de Minna era el viejo Brooklyn, una superficie plácida e intemporal, llena de conversaciones, tratos e insultos casuales, una maquinaria política de barrio con dueños de pizzerías y carnicerías y reglas no escritas por doquier. Todo era palabrería excepto lo que más importaba: los acuerdos tácitos."


Las primeras indagaciones de Lionel pronto le revelarán que Frank no era un gánster de poca monta como parecía, sino un verdadero tiburón que se movía en lo más profundo de los bajos fondos de Brooklyn. La lista de sospechosos es larga y empieza por lo más cercano, la mujer de Frank, llena de indiferencia ante la muerte de su esposo; y su hermano Gerald, con quien mantenía una relación muy turbulenta. Todo eso sin olvidarse de un par de ancianos italianos llamados Matricardi y Rockaforte que parecen los verdaderos capos tras la fachada de Minna.

A medida que Lionel se adentra en los secretos de Minna tanto las preguntas como los peligros se multiplican. ¿Por qué Frank se construyó una habitación secreta y qué significan esos archivos con proyectos de construcción y transacciones bancarias crípticas? ¿Por qué, al enfrentarse a Matricardi y Rockaforte, esos mafiosos vejestorios aprueban su búsqueda pero sugieren que lo primero es encontrar a la esposa fugitiva, Julia Minna? ¿Quién es el misterioso Roshi, un maestro zen estadounidense con quien Minna pasó su última noche? ¿Por qué insistió Minna en que le telegrafiaran para esa reunión? ¿Y qué papel desempeña en este asunto un grupo de monjes japoneses de la Corporación Fujisaki?

Lionel acabará percatándose de que cuanto más profundiza, la conspiración se muestra más amplia, hasta que una enigmática llamada de pronto le coloca en el camino correcto; el que le conduce a una conspiración al más alto nivel del crimen organizado, la corrupción política y la lucha por el poder.



Sin abandonar los esquemas clásicos de la novela policíaca, Lethem logra sumergirnos más allá de los antros y callejones de Brooklyn, hasta hacernos navegar por los vericuetos de una mente paradójica donde los pensamientos se mezclan y enredan sin cesar.

El libro es sumamente ingenioso y muy disfrutable, pero también encierra un gran poso. Por lo menos en dos sentidos. Uno es que el camino hacia la revelación que emprende Lionel se convierte también en un camino de aprendizaje para él. La investigación no sólo le acercará a resolver el asesinato de Frank, sino también a conocer más sobre sí mismo y las fortalezas que pueden acompañar a su singularidad. Los desafíos que afronta pondrán a prueba sus habilidades como detective, pero también afilarán su mente desde esa atalaya tan particular que es su modo de percibir el mundo.

El otro bagaje que porta el libro es el lenguaje en que está escrito, condicionado por la enfermedad de su protagonista y narrador. Él es quien nos cuenta la historia en primera persona y a veces la narración parece caótica; pero no nos equivoquemos, la singularidad que introduce el autor no es una simple boutade, sino un mecanismo de enorme potencia literaria. El propio Lethem lo ha subrayado: «Siempre he tenido un elemento de juego de palabras joyceano en mis libros, algunos personajes que controlaban el balbuceo o la espuma por la boca. Empecé a preguntarme adónde quería llegar y qué estaba evitando al mantenerlo tan controlado. El síndrome de Tourette me dio la oportunidad de poner el juego de palabras y la asociación libre en primer plano».



Los chispazos verbales que atraviesan el relato son reveladores del proceso mental del protagonista, de ahí que los galimatías, anagramas y juegos de palabras acaban teniendo un ritmo propio que asume el lector como parte de la trama. Es verdad que una lectura así exige una mayor implicación (aunque no pocas veces te provocan carcajadas), ya que el lector ha de sintonizarse con esa jerigonza tan particular; pero el que lo haga percibirá el meollo del asunto, ya que el síndrome de Tourette se revelará como una metáfora de la condición humana. Lionel siempre lo describe como algo ajeno a él, un mecanismo autónomo de su cabeza; lo que nos recuerda la dualidad en que vivimos, la lucha que mantenemos con nuestro interior. Asunto del que también Lethem era consciente.
"Las conspiraciones son una versión del síndrome de Tourette: la creación y el rastreo de conexiones inesperadas son una especie de susceptibilidad, una expresión del anhelo de tocar el mundo, de impregnarlo de teorías, de acercarlo. Al igual que el síndrome de Tourette, todas las conspiraciones son, en última instancia, solipsistas: el paciente, el conspirador o el teórico sobreestiman su centralidad y ensayan constantemente un deleite traumático en la narración, el apego y la causalidad, en caminos de escape de la Roma del yo."



Así empieza esta apasionante historia.
                 




           ENTRA UN TIPO 


El contexto lo es todo. Disfrázame y verás. Soy un voceador de feria, un subastador, un artista de performances del centro de la ciudad, un experto en lenguas ignotas, un senador borracho de maniobras dilatorias. Tengo el síndrome de Tourette. Mis labios no paran, aunque sobre todo susurro y murmuro como si leyera en voz alta mientras mi nuez sube y baja y el músculo de la mandíbula late como un corazoncito escondido bajo la mejilla pero sin emitir ningún sonido; las palabras se me escapan en silencio, meros fantasmas de sí mismas, cáscaras vacías de aliento y tono. (De ser un villano de Dick Tracy, tendría que ser Mumbles.) Las palabras se precipitan fuera de la cornucopia de mi cerebro en esta forma limitada para pasearse sobre la superficie del mundo, haciéndole cosquillas a la realidad como los dedos a las teclas de un piano. Acariciando, toqueteando. Son un ejército invisible en misión de paz, una horda pacífica. No tienen malas intenciones. Apaciguan, interpretan, masajean. Por todos lados suavizan imperfecciones, devuelven pelos despeinados a su lugar, forman filas de patos y reponen terrones gastados. Cuentan y sacan brillo a la plata. Dan amables palmaditas a la espalda de las ancianas y les arrancan sonrisas. Solo — ahí está el problema— cuando se encuentran con una perfección excesiva, cuando la superficie ya ha sido pulida, los patos ordenados y las viejas damas complacidas, mi pequeño ejército se rebela y entra por la fuerza. La realidad necesita algún que otro error, la alfombra ha de tener algún defecto. Mis palabras empiezan a tirar nerviosamente de las hebras buscando asidero, un punto débil, una oreja vulnerable. Entonces llega la urgencia de gritar en la iglesia, en la guardería, en el cine abarrotado. Empieza con una comezón. Sin importancia. Pero pronto la comezón es un torrente atrapado tras un dique a punto de reventar. El diluvio universal. Mi vida entera. Ya vuelve. Anegándote las orejas. Construye un arca. —¡A la mierda! —grito.





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Buscando información sobre el libro llegué al comentario de un afectado por el síndrome de Tourette. Su opinión es descorazonadora, pero recomienda el libro por su autenticidad.


"No puedo imaginarme el libro escrito ahora. Los críticos se rebelarían. Aun así, basándome en las historias contadas por la gente de mi grupo de Facebook —esas personas con tics más disruptivos que los míos: maldiciendo, agitando los brazos, golpeando, gritando— ese desprecio por el trastorno sigue siendo rampante. Lo oigo en mi cabeza aunque nunca lo oiga en voz alta."Huérfanos de Brooklyn" es un libro sincero, y lo odié muchísimo. No necesito tanta fealdad en mi vida. No necesito que Jonathan Lethem, que no tiene síndrome de Tourette, me diga que soy un bicho raro. Me siento así todos los días.
Agradezco que hayas leído esto hasta el final. Si más personas comprenden el síndrome de Tourette, aumentará la aceptación (o la menor tolerancia). Escribir una historia como esta es la única manera que conozco de ayudar. Por favor, compártela con quienes creas que la puedan necesitar."

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