de Orham Pamuk
Cap.
13 “Me llaman Cigüeña”
La pintura y el tiempo
"Como
todo el mundo sabe, antiguamente los ilustradores de nuestra parte del mundo,
por ejemplo los antiguos maestros árabes, veían el universo como lo ven hoy los
francos infieles y lo pintaban tal y como lo habían observado vagabundos y
perros en las calles, dependientes y apios en la verdulería. Como no estaban al
tanto de las técnicas de perspectiva de las que tan orgullosamente presumen hoy
los maestros francos, su mundo era limitado y aburrido y se circunscribía a lo
que podían ver los perros y los apios. Luego ocurrió algo y el universo de
nuestra pintura se alteró de repente. Voy a contároslo empezando por ahí.
Tres historias sobre la
Pintura y el Tiempo
Alif
Hace
trescientos años, la fría mañana de febrero en que Bagdad cayó en manos de los
mongoles y fue despiadadamente saqueada, las mundialmente famosas bibliotecas
de dicha ciudad contenían veintidós libros, en su mayor parte Sagrados Coranes,
escritos por Ibn Şakir, el más famoso y magistral calígrafo no sólo del mundo
árabe sino de todo el orbe musulmán a pesar de su juventud. Como estaba
convencido de que aquellos libros existirían hasta el Día del Juicio, Ibn Şakir
vivía con una idea profunda e infinita del tiempo. Había trabajado heroicamente
toda una noche a la luz temblorosa de los candelabros en el último de aquellos
libros legendarios, que pocos días después serían rotos, destrozados, quemados
y arrojados al Tigris uno a uno por los soldados del jakán mongol Hulagu, de
tal manera que hoy no sabemos nada de ellos. Los maestros calígrafos árabes,
fieles a la tradición y a la idea de la inmortalidad de los libros, tenían una
manera de descansar la vista para luchar contra la ceguera a la que recurrían
desde hacía cinco siglos: dar la espalda al sol naciente y mirar hacia el
oeste, hacia el horizonte. Así pues, en la frescura de aquella mañana, Ibn
Şakir subió al alminar de la Mezquita Califal y vio desde el balcón lo que iba
a acabar con toda una tradición de escritura que perduraba desde hacía
quinientos años. Primero vio la entrada en Bagdad de los crueles soldados de Hulagu pero permaneció en el
alminar. Vio cómo se saqueaba y se destruía la ciudad, cómo se pasaba por la
espada a cientos de miles de personas, cómo mataban al último de los califas
del Islam, que habían gobernado Bagdad desde hacía quinientos años, cómo se
violaba a las mujeres, cómo se quemaban las bibliotecas y cómo decenas de miles
de libros eran arrojados al Tigris. Dos días después, en medio del hedor de los
cadáveres y de los gritos de agonía, mientras contemplaba la corriente del
Tigris, que ahora fluía rojo a causa de la tinta de los libros que habían
arrojado con su hermosa caligrafía y que ahora habían desaparecido no habían
servido para detener aquella terrible masacre y destrucción y juró que nunca
más volvería a escribir. Más aún, se le ocurrió que sólo podría expresar el
dolor y la catástrofe de que había sido testigo mediante el arte de la pintura,
al que hasta ese día había despreciado y considerado una rebelión contra Dios,
y pintó todo lo que había visto desde el alminar en el papel del que nunca se
separaba. A ese milagro feliz posterior a la invasión mongola le debemos la
fuerza de la que gozó la pintura islámica durante trescientos años y lo que la
separa de la de los paganos y los cristianos: que el mundo se pinte con un
dolor sincero y trazando la línea del horizonte desde lo alto, desde donde Dios
lo contempla. Y además, a que Ibn Şakir, con el corazón resuelto y sus dibujos
en la mano se dirigiera después de la matanza hacia el norte, en la dirección
por la que habían venido los ejércitos mongoles, y aprendiera pintura de los
maestros chinos… Así pues, se comprende que la idea del tiempo infinito que
había yacido en el corazón de los calígrafos árabes durante quinientos años se
haría realidad, no en la escritura, sino en la pintura. La prueba es que los
libros, los volúmenes, pueden ser destrozados y desaparecer pero las páginas
ilustradas que contienen se introducen en otros libros, en otros volúmenes, y
siguen viviendo hasta el infinito mostrándonos el universo de Dios.
Bā
En
un tiempo no demasiado lejano pero no demasiado cercano, cuando todo se repetía
de tal manera que de no ser por el envejecimiento y la muerte los hombres no
habrían percibido que había algo llamado tiempo y cuando el mundo era ilustrado
con las mismas historias y pinturas como si el tiempo no existiera, el pequeño
ejército del sha Fahir “pulverizó” a las tropas del jan Selahattin, según se
cuenta en la breve Historia de Salim
de Samarcanda. El victorioso sha Fahir, después de torturar hasta la muerte al
jan Selahattin, a quien había tomado prisionero, en primer lugar, siguiendo la
costumbre, visitó la biblioteca y el harén del difunto soberano para
imprimirles su propio sello. El experimentado encuadernador de la biblioteca ya
había comenzado a desencuadernar los libros del rey muerto, a combinar las
páginas y a encuadernar nuevos volúmenes, los calígrafos a cambiar en las
inscripciones el nombre del “siempre vencedor” Selahattin Jan por el de Fahir
Sha el Victorioso y los ilustradores a borrar de las más hermosas pinturas de
los libros las caras, magistralmente trabajadas, del fallecido Selahattin Jan,
desde ese momento condenado al olvido, para pintar en su lugar el rostro más
joven de Fahir Sha. A Fahir Sha no le costó el menor esfuerzo encontrar la mujer más bella en
cuanto entró en el harén, pero siendo como era un hombre delicado que entendía
de libros y pintura, en lugar de poseerlas por la fuerza, decidió ganarse su
corazón y habló con ella. Y la sultana Neriman, bella entre las bellas y viuda
llorosa del difunto Selahattin Jan, le pidió una única cosa a Fahir Sha, que
había de ser nuevo marido. Su deseo era que la cara de Selahattin Jan no se
borrara de un libro que relataba los amores de Leyla y Mecnun y en el que Leyla
aparecía con los rasgos de ella y Mecnun con los de él. El derecho a la
inmortalidad, que su marido había estado años intentando conseguir encargando
libros, no debía ser le arrebatado al difunto, al menos en una página. Fahir
Sha el Victorioso aceptó generosamente cumplir con aquel deseo tan simple y ésa
fue la única pintura que no retocaron los ilustradores. Y así Neriman y Fahir
hicieron el amor, se enamoraron sin que pasara mucho tiempo y olvidaron el
pasado terrible. Pero Fahir Sha no había olvidado aquella pintura del volumen
de Leyla y Mecnun. Lo que lo inquietaba no era que su mujer estuviera pintada
con su antiguo marido ni los celos, no. Le reconcomía el hecho de que, como no
estaba pintado en aquel libro maravilloso, entre las leyendas antiguas, se le
impedía alcanzar el tiempo infinito, unirse a los inmortales junto con su
esposa. Tras cinco años de que el gusano de aquella inquietud le royera los
huesos, al final de una noche feliz en la que había hecho el amor largamente
con Neriman, Fahir Sha tomó un candelabro, entró a escondidas como un ladrón en
su propia biblioteca, abrió el tomo de Leyla y Mecnun e intentó pintar su cara
en lugar de la del difunto marido de Neriman. Pero como tantos monarcas
aficionados a la pintura, él mismo no era sino un ilustrador mediocre y no
acertó a pintar bien su rostro. Y así fue como el bibliotecario, que abrió el
libro aquella mañana sospechando algo, se encontró con que frente a la Leyla
con el rostro de Neriman aparecía una cara nueva que no era la del difunto
Selahattin Jan y proclamó a los cuatro vientos que tampoco se trataba de la de
Fahir Sha, sino la de su principal enemigo, el joven y apuesto Abdullah Sha.
Aquel rumor desmoralizó tanto a los soldados de Fahir Sha como envalentonó a
Abdullah Sha, el joven y agresivo nuevo soberano del país vecino. Y así fue
como también él derrotó en la primera batalla a Fahir Sha, lo tomó prisionero,
lo mató, imprimió su propio sello en su harén y en su biblioteca y se convirtió
en el nuevo marido de la siempre hermosa sultana Neriman.
Ŷīm
Entre
los ilustradores de Estambul se cuenta la historia de Mehmet el Largo, conocido
como Mohammed el Jorasaní en el país de los persas, sobretodo como ejemplo de
una vida larga y de ceguera, pero en realidad es una parábola sobre la pintura y
el tiempo. Lo que distinguía a este maestro, que, si tenemos en cuenta que
comenzó a trabajar de aprendiz a los nueve años, pintó durante más o menos ciento
diez sin quedarse ciego, era que no se destacaba en nada. Pero no intento hacer
un juego de palabras, sino que expreso un elogio absolutamente sincero. Todo lo
pintaba siguiendo el estilo de los antiguos maestros, como hacía todo el mundo
pero todavía más, y por eso era el más grande. Su modestia y su completa
devoción a la pintura, que consideraba un servicio a Dios, le mantuvieron
apartado de las disputas internas en todos los talleres en los que trabajó e
incluso de la ambición de convertirse en gran ilustrador a pesar de que tenía
la edad adecuada. A lo largo de sus ciento diez años de vida profesional pintó
pacientemente todo tipo de detalles de los que quedan arrinconados a un lado,
las hierbas que se dibujan para rellenar las esquinas de la página, miles de
hojas de árbol, curvas de nubes, crines de caballos que había que perfilar una
a una, muros de ladrillo, innumerables decoraciones de paredes que se repetían
una vez y otra y cientos de miles de rostros de delicado mentón y ojos
rasgados, todos exactamente iguales. Era muy feliz y muy silencioso. Nunca
intentó sobresalir ni reclamar un estilo o una personalidad. En cualquier
taller de cualquier príncipe o monarca que trabajara veía un hogar y él mismo
se consideraba un mueble de ese hogar. Y cuando los janes y los shas se
estrangulaban los unos a los otros y los ilustradores iban de una ciudad a otra
al servicio de su nuevo señor como las mujeres del harén, el estilo del nuevo
taller de pintura aparecía primero en las hojas, en la hierba, en las curvas de
las rocas que pintaba y en los meandros ocultos de su paciencia. Al llegar a
los ochenta años la gente olvidó que era mortal y comenzó a creer que vivía en
las leyendas que ilustraba. Quizá por eso algunos afirmaban que existía fuera
del tiempo y que nunca envejecería ni moriría. Y había quienes atribuían la
milagro de que para él el tiempo se hubiera detenido el hecho de que no se
hubiese quedado ciego aunque se había pasado la mayor parte de su vida sin
patria ni hogar, en cuartos de talleres de pintura, durmiendo en tiendas y con
la mirada fija en el papel. Otros decían que en realidad sí estaba ciego pero
que ya no tenía necesidad de ver para dibujar puesto que lo hacía de memoria.
Cuando, con ciento diecinueve años, aquel maestro legendario que nunca se había
casado ni hecho el amor encontró en los talleres del sha Tahmasp el modelo en
carne y hueso de los apuestos jóvenes de ojos rasgados, barbilla puntiaguda y
rostro de luna que llevaba dibujando cien años en la persona de un aprendiz de
dieciséis, mestizo de chino y croata, muy comprensiblemente se enamoró de
inmediato de él y se dedicó, como habría hecho un auténtico enamorado, a las
luchas por el poder y a los enredos de los ilustradores y se entregó a la
mentira, al engaño y a las artimañas. Aunque el esfuerzo por alcanzar las
pretensiones de las modas, algo que había logrado evitar durante cien años,
revigorizara en un principio al maestro del Jorasán, también le apartó de su
antigua y legendaria eternidad. Una tarde en que estaba absorto contemplando al
hermoso aprendiz por una ventana abierta, se resfrió con el frío de Tabriz, al
día siguiente se quedó ciego estornudando y dos días después se cayó por las
altas escaleras de piedra del taller y se mató."