viernes, 21 de marzo de 2014

DALLAS BUYERS Club - de Jean-Marc Vallée








Estamos en 1985, el SIDA nos ha explotado en la cara y muchas cosas van a cambiar. Sobre todo para el vividor Ron Woodroof (Matthew McConaughey), un paleto tejano aficionado a los rodeos, cocainómano y follador impenitente. Cuando su extrema debilidad termina llevándolo al hospital los análisis no dejan duda: tiene SIDA, la enfermedad que todo el mundo consideraba exclusiva de homosexuales, y le dan treinta días de vida. Pero Ron se rebela y comienza a informarse. Su lucha contra el reloj y contra la FDA (Food and Drug Administration) centrará su vida.

La desesperación inicial le llevará al mercado negro del AZT, único e incipiente medicamento aún sin contrastar. Intoxicado por dosis descontroladas es de nuevo hospitalizado. Recibe un soplo y busca nuevos horizontes en México. Un tratamiento alternativo y natural inesperadamente alarga su vida. Se plantea vender esos productos en Norteamérica, pero choca contra la FDA. Un resquicio legal le permite formar un Club de Compradores (Buyers Club): no compran una medicina, sino que son socios con derecho a productos y servicios. ¡Ja! Está claro que EEUU es tierra de emprendedores, sobretodo cuando tu sistema de salud te considera un simple pagano.

Mientras tanto su entorno le ha dado la espalda. En el trabajo, sus amigos y hasta su hermano lo consideran un apestado. Un homófobo como él terminará compartiendo su vida y su negocio con el transexual Rayon (impresionante Jared Leto). Él será quien le acerque a sus miles de clientes potenciales.














El problema de la película es que tratando un asunto tan desgarrador transmite poca emoción. La relación con la doctora que sigue su caso, Eve Saks (Jennifer Gardner), no está aprovechada. La amistad, cada vez más profunda y desesperada, entre Ron y Rayon apenas está apuntada. La fuerza de la escena donde ambos se encuentran con el hermano de Ron y éste le retuerce el brazo, para obligarle a chocar los cinco con su compañero, es un solitario hito.

La película se queda a mitad de camino en la épica de su lucha contra la industria farmacéutica y la FDA; y también en la lírica de un hombre que intenta forjar su destino.

Hay dos líneas de diálogo contundentes: el doctor que está implementando el tratamiento con AZT, reflexiona con un colega, "bueno, ya sabemos que esto es un negocio". Venenosa idea ésta, propia de liberales sin conciencia, ¡la Sanidad como negocio!.

La otra frase es de un juez. Debe sentenciar si un enfermo terminal tiene derecho a probar cualquier medicamento que estime oportuno. "La legalidad a veces es injusta y puede ir contra el sentido común". Tienes que morirte dentro del sistema, no eres libre.



Las interpretaciones de los dos protagonistas son antológicas. Su enorme esfuerzo físico obtiene el premio de una veracidad impactante. Pero este esfuerzo estaría huero sin un verdadero actor que lo encarne. Merecido Oscar para los dos.













La película está contada en clave realista, lejos de las cadencias oníricas del anterior trabajo de este realizador canadiense, Café de Flore. Quizás el hecho de que reproduzca una historia verdadera (true events) sea el handicap que ha impedido al director elevar el vuelo.

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