jueves, 20 de febrero de 2014

NEBRASKA - de Alexander Payne












Carretera perdida.-
Entrañable película que nos asoma al abismo de la vejez. Woody Grant (Bruce Dern) es un anciano con principio de alzheimer y problemas de alcoholismo y credulidad. Después de varias espantadas, su última obcecación es viajar hasta Lincoln (2 estados más allá) para cobrar un millón de dolares que una campaña engañosa de marketing le comunica que ha ganado. Su mujer está harta y uno de los hijos también. Pero su otro hijo, David (Will Forte) decide tomarse un par de días y acompañar a su padre en este largo viaje. Espera que la tozuda realidad se imponga al delirio. 

Como siempre ocurre, el viaje físico lo será también íntimo. Padre e hijo profundizarán una relación que se venía secando y David podrá mirarse en el espejo de la vulnerabilidad. ¡Dios mío!  ¿Esto es lo que nos espera?

Las complicaciones del viaje hacen que tengan que refugiarse en casa de unos parientes en su pueblo natal. Los antiguos amigos, incluso la primera novia y sobre todo la reunión de su disfuncional familia pondrán sobre la mesa las miserias y ruindades que se acumulan a lo largo de una vida por común que sea. 

Hay un montón de personas ancianas en la película. A pesar del estado de inocencia al que nos aboca la vejez; no por ello, una vez vislumbrada la riqueza -aunque ilusoria-, dejan de reaccionar con la sordidez más grosera.

Alguno de los personajes parece transferido de una película de los Coen: ese antiguo socio de Woody que viste las pintas de Stacy Keach, tiene esa mezcla de palurdo y estafador que vemos en Blood Simple o Fargo. También los dos sobrinos de Woody, gordos, desocupados, con antecedentes y tan lerdos como insolentes. 

Pero sin duda la desolación de estas vidas arrasadas me lleva a los cuentos de Kjell Askildsen donde priman la soledad, la incomunicación y la amargura. Creo que para la película vale lo que dijo Winston Manrique sobre esos cuentos: "Askildsen logra mostrar los miedos agazapados y la hibernación de los rencores, del cinismo de la maldad, de la infelicidad de la rutina y de los sentimientos que el ser humano esconde."

No sé cómo verán otros la película; pero para mí lo estático de esos planos fijos con los personajes alelados ante el televisor me arranca la carcajada y no dejo de percibir su inherente desesperación.

Hay unas cuantas escenas de una seca intimidad, como la conversación de Woody con David sobre su matrimonio. El hijo le pregunta al padre si después de tantas broncas no pensaba en divorciarse. A lo que le responde "¡Todos los días!, pero lo que pasaba es que me gustaba follar".

Más allá de sus propias amarguras -él mismo se acaba de separar-, David logra trascenderse a sí mismo e interesarse por su padre. Su humanidad dota de una pizca de esperanza a una historia bastante lóbrega.

Contándonos la historia de Woody, Payne nos cuenta la de todos los que le rodean. Una sociedad gris, desesperanzada y ruin. Quizás por eso la ausencia de color en la cinta. Aunque no se trata de aquel luminoso blanco y negro que da lustre a películas como The Artist o Blancanieves, sino de otro, ceniciento y gris.


P.D. Payne sigue con su particular radiografía del ser humano, como ya hiciera en la divertidísima Entre copas o en Los descendientes. Creo que la elección del desgarbado Bruce Dern ha sido todo un acierto. Da perfectamente ese tono entre perplejo y sonámbulo de alguien que está empezando a perder las riendas de su vida. Siempre recordaré sus papeles de mayor gloria en la época de los setenta, La trama (Hitchcock), Domingo negro (Frankenheimer) o El regreso (Ashby). 

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