sábado, 18 de diciembre de 2010

FALCONER - de John Cheever





"Con excepción de la religión organizada y el coito triunfante, Farragut consideraba que la experiencia transcendente era un absurdo peligroso. La flora y la fauna de la selva lluviosa eran incomprensibles, pero uno podía comprender el camino que le llevaba a destino. Pero en Falconer a veces había parecido que los muros y los barrotes amenazaban con esfumarse, y que le dejaban con una nada que podía ser aún peor. Por ejemplo, una mañana le despertó temprano el ruido del inodoro y se encontró entre los fragmentos evanescentes de un sueño.
No estaba seguro de la profundidad del sueño, pero nunca había podido definir claramente las morrenas de conciencia que forman las costas del despertar. En el sueño veía el rostro de una bella mujer que le complacía, pero a quien nunca había amado mucho. También veía o sentía la presencia de una de las grandes palayas de una isla. Se entonaba un verso o cancioncilla infantil. Persiguió estos fragmentos evanescentes como si su vida y el respecto de sí mismo dependiesen de la posibilidad de agruparlos en un recuerdo coherente y útil. Huían, huían intencionadamente como el que lleva la pelota en un partido de fútbol, y sucesivamente veía que la mujer y la presencia del mar se esfumaban, y que la música de la cancioncilla se extinguía. Miró su reloj. Eran las tres y diez. El estrépito del inodoro se atenuó. Volvió a dormirse.
Días, semanas, meses o lo que fuere más tarde, despertó del mismo sueño de la mujer, la playa y la canción, las persiguió con la misma intensidad que había demostrado antes, y una por una las perdió mientras la música se extinguía. Se preguntó si el sueño tenía color. Lo había tenido, pero no era un color brillante. El mar aparecía oscuro y la mujer no tenía los labios pintados, pero el recuerdo no se limitaba al negro y al blanco. Perdió el sueño. Le irritaba sinceramente el hecho de haberlo perdido. Por supuesto, carecía de valor, pero se le antojaba que era un talismán. Miró su reloj y vio que eran las tres y diez. El inodoro estaba quieto. Regresó al sueño.
Ocurrió lo mismo una y otra vez, y quizá de nuevo. La hora no siempre era exactamente las tres y diez, pero siempre ocurría entre las tres y las cuatro de la mañana. Siempre quedaba con un ánimo irritable ante el hecho de que, con total independencia de todo lo que él sabía acerca de sí mismo, su memoria podía manipular sus recursos formando diseños controlados y repetidos. Su memoria gozaba de libre albedrío, y su irritabilidad se acentuaba cuando advertía que su memoria era tan díscola como sus genitales….Y luego una noche en su celda, mientras leía a Descartes, oyó la música y esperó que aparecieran la mujer y el mar. El pabellón de celdas estaba sumido en silencio. Las circunstancias que favorecían la concentración eran perfectas. Pensó que si podía fijar un verso o dos palabras y la música se retiraban ya, pero él pudo adelantarse a la retirada. Tomó un lápiz y un pedazo de papel, y se disponía a anotar los versos que había captado cuando comprendió que no sabía quién era o dónde estaba, que los usos del inodoro que estaban frente a él eran absolutamente misteriosos, y que no podía comprender una palabra del libro que sostenía en las manos. No se conocía a sí mismo. No conocía su propio idioma. Interrumpió bruscamente la persecución de la mujer y la música y, aliviado, las vio desparecer. Se llevaron consigo una leve náusea. Estaba más conmovido que lastimado. Recogió el libro y comprobó que podía leer. El inodoro era para recibir los productos de desecho. La cárcel se llamaba Falconer. Le había condenado por asesinato. Uno por uno recogió todos los detalles del momento. No eran particularmente gratos, pero sí útiles y duraderos. Ignoraba qué habría ocurrido si hubiese anotado las palabras de la canción. No parecía tratarse de muerte ni de locura, pero él no se sentía comprometido a descubrir qué habría ocurrido si armaba los distintos elementos del ensueño. El ensueño volvió a él una y otra vez, pero lo rechazó vigorosamente, porque nada tenía que ver con el sendero que él seguía ni con su destino." Pág. 102

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